jueves, 3 de noviembre de 2016

UNA FAUNA VARIADA

Una fauna variada
 
Un sábado de finales de mayo, como muchos sábados del año, salí de Zaragoza con destino a la cabaña. Con anterioridad entré en el pueblo, como siempre, a visitar a mi hermana. Los cerezos ya estaban en apogeo y uno de ellos, de fruto temprano, ya me había anunciado en mi visita anterior que sus cerezas estarían muy pronto dispuestas para ser recolectadas. Me hacía ilusión cogerlas, y también comerlas, con el frescor del día; con esa idea emprendí la marcha hacia la cabaña. Ya estaba cerca cuando divisé que una bandada de estorninos salían de los cerezos y se posaban sobre el tejado de la finca: me temí lo peor. Efectivamente, los avariciosos y glotones tordos negros se me habían adelantado dejando el árbol sin apenas fruto; en el suelo, una siembra de huesos eran los restos del banquete que se habían dado. Los que se posaron en el tejado también huyeron al verme pero les noté que recelaban. Con una escalera subí arriba y caminando con cuidado de no romper las tejas, encontré algunas movidas en las que habían construido sus nidos, y hasta las canaleras estaban llenas también de huesos y de ramajes impidiendo que el agua transitara con dificultad. ¿Qué hacer ante esta situación? Por muy amante que uno sea de la naturaleza, a veces hay que tomar decisiones amargas: o ellos o yo.

Este estornino invasor, que años atrás era un desconocido, se ha ido adueñando del territorio urbano y sus alrededores convirtiéndose en una auténtica plaga difícil de eliminar. Ya no emigra, se les ve por todas las partes y hasta se atreve a seguir el labrado del tractor y lanzarse sobre el surco abierto en busca de algún apetecible gusano. El ecosistema se ha visto alterado y otras aves autóctonas han desaparecido por la fuerte competencia de estos invasores. En frente de la cabaña, en la ladera que hay detrás de los depósitos de agua, plantaron abundantes cerezos que cuando estaban florecidos mostraban una bella y colorida estampa. Su dueño luchaba contra estas aves que a sus árboles acudían haciendo disparar de forma automática unos cañones cuyos zumbidos los ausentaban momentáneamente. Durante toda la mañana los disparos se han sucedido a pequeños intervalos y su eco recorre todo el contorno; no conozco si sus efectos son productivos, pero presiento que la repetición del disparo sin consecuencias no hará mucha mella en los voraces estorninos. En otros cerezos he visto que sus dueños han colgado reflectantes cedés y latas que con sus destellos intentan asustar a los depredadores. Yo lo hice dos años, y hasta introduje en los recipientes un azufre especial pero de poco me sirvió; siempre me ganaban la partida, y las cerezas, si no las cogía inmaduras, pocas veces podía saborearlas en su punto justo. Pasó el tiempo y algunos cerezos enfermaron; en su tronco y en sus ramas aparecieron abundantes verrugas de cera dura que fueron carcomiendo sus tejidos. Lentamente se fueron secando y entraron en agonía: mi primo Domingo el Cestero se encargó de cortarlos; sus vidas apenas llegaron a los veinte años.

También los jabalíes han visitado este territorio. Un día descubrí alrededor de los almendros las señales de unas pisadas extrañas; no eran de perro ni de animal que me fuera conocido; sin embargo, su tamaño y figura me recordaron las pisadas de los tocinos en la choza. Luego descubrí que los troncos de algunos almendros tenían la corteza ligeramente escorada como si les hubieran pasado una lija. No había duda, aquello era obra de los jabalíes que bajando del monte buscaban por estos lares otro alimento y lo encontraban en las almendras que ellos habían aprendido a tirarlas de las ramas; todos los animales se especializan ante la necesidad, y si el hambre o la persecución les acecha, buscan salidas de emergencia que les salve.

Lo que echo de menos desde hace tiempo es el vuelo y el sonido de los abejarucos, o abejeros, esas hermosas aves de vistosos colores que surcan el cielo a gran altura anunciando con su canto monótono, pero melodioso, que el buen tiempo ya ha llegado. Debe ser que su alimento especial, las abejas, ha ido desapareciendo y han buscado otros lugares para subsistir. Se ven pocas colmenas y las que quedan no son conservadas como debieran; en mis paseos por los campos he visto cajas abandonadas desde hace mucho tiempo, al igual que esos colmenares construidos con cañas en forma de grandes vasos incrustados a las paredes de adobes de viejas cabañas; los jóvenes agricultores han perdido el gusto y el placer de un trabajo que no había que prestarle mucho tiempo pero sí mimo y cuidado. Las discretas abejas son uno de los insectos más amigos y necesarios para el hombre; sin ellas, las plantas silvestres (tomillo, romero, brezo, cantueso, aliaga) y los árboles frutales no polinizarían correctamente. Sus parientes, las avispas, aunque muchas veces se las desprecie, también son buenos agentes sanitarios controlando a otros insectos que les sirven de alimento. En el porche de la cabaña todos los años fabrican, como expertas alfareras, originales avisperos usando sus poderosas mandíbulas para rascar algo de madera que, ensalivada, la convierten luego en papel duro.

Otros insectos que me colonizan la cabaña son las tijeretas o cortacucas. Yo no sé donde se esconden en invierno, pero con el buen tiempo, al abrir la puerta me encuentro con cientos de ellas escondidas en el marco; adormiladas durante el día salen a la caza en cuanto llega la noche. Estos insectos de agudas pinzas que pueden arquearse, y que usan con mucha habilidad para el ataque y la defensa, a la hora de alimentarse se atreven con todo.

Tampoco he visto abubillas, o burbutas como las llamábamos los chicos, levantando y escondiendo su peineta cuando les gritábamos: ¡péinate! ¡despéinate! Aves estas beneficiosas por la cantidad de insectos y gusanos que comían, aunque el olor que desprendían cuando se veían perseguidas era nauseabundo. Lo que sí debe haber por este pequeño territorio es alguna ave nocturna, tal vez algún muchuelo, o algún pequeño autillo, que con su canto monótono y quejumbroso hipnotiza a los pequeños roedores. No las he visto, pero en el tejado, junto al tiro de la chimenea, he descubierto egagrópilas, esas bolas excrementosas que contienen en su interior las partes óseas, pelos y demás materiales que las aves de presa no pueden digerir. Ratoncillos sí que hay, los he visto corretear jugando al escondite y alguno, al querer huir, se introduce en el aljibe por el agujero del rebose y ya no ha podido salir, y allí se queda flotando en el agua hasta que muere ahogado; hubiera sido un manjar exquisito para el mochuelo.

Entre las lindes de mi campo y la de los vecinos del norte y del sur existen pequeños desniveles. En estos ribazos de separación que se forman, crece abundante y variada vegetación que se hidrata con las escorrentías que bajan de la parte alta formando unos pequeños ecosistemas con una fauna especial. Lo mismo puedes descubrir una liebre encamada -mimetizada entre la tierra y las hierbas- que diferentes aves paseriformes escondiendo sus nidos entre las zarzas o los hierbajos; también el lagarto ocelado aprovecha este territorio para invernar en su guarida, sin contar los múltiples insectos y arácnidos que les sirven de alimento; y hasta una culebra lisa verdosa he podido ver zigzagueando con alegría en los primeros días soleados de la esperada primavera, animal mitológico donde los haya que siempre despierta los sentimientos más opuestos. Y cómo no emocionarnos con el vuelo acrobático de las mariposas que tras sufrir la metamorfosis completa –huevo, larva, pupa, capullo- se convierten en una de las máximas bellezas que la naturaleza exhibe: belleza, generalmente de vida corta, pero que con su continuo libar cumple la importante misión de polinizar las plantas. Estos ribazos deberían estar protegidos por ley y evitar su quema discriminada.

Otra mañana, observado la evolución que llevaban los melocotoneros -¡qué sabrosos son los de secano!-, descubrí en una de sus ramas un pequeño nido que contenía tres huevos grisáceos moteados con pitas marrones. Ante aquella postal sentí el deseo de fotografiarlos antes de que sus dueños volvieran; lo hice con mucho cuidado sin tocar nada de su estructura y aquella fotografía la empleé como portada de mi libro Naturaleza sentida / Sentida Naturaleza. Cuando llegó el otoño el nido quedó al descubierto, y antes de que mi amigo Emilio Muñoz pudiera estropearlo al podar las ramas en las que estaba suspendido, lo cogí con mucho cuidado y lo guardé en la cabaña. Hoy, ese nido lo tengo expuesto en un pequeño receptáculo en el cuarto de estar junto a otros símbolos de la naturaleza

Sin embargo, algunas veces, recuerdo con nostalgia, pero a la vez con mucha tristeza, aquella caza de pájaros silvestres que con cepos de alambre se realizaban. En la tejería, territorio inmenso y acogedor, iba con mi tío Santiago muchas mañanas a plantar las trampas. En días anteriores habíamos extraído del fondo de los hormigueros a las hormigas que tenían alas, guardándolas en un bote agujereado para que pudieran respirar. Llegado el momento se ponían como cebo en la pinza de los cepos y abriéndolos se colocaban en lugar apropiado, cercano a donde sabíamos que los pajarillos se posaban. Pasado cierto tiempo me mandaba a recoger la cosecha y recorría el camino con cierto temblor; luego, esos pajarillos, que tanto alegraban el paisaje con sus cantos mañaneros, serían el plato principal del almuerzo. Y qué decir de las perdices que mi padre conseguía, también de madrugada o al atardecer, colocando la jaula de su perdigacho cantor encima de un pequeño montículo, a poca distancia en donde él, escondido, esperaba con su escopeta la llegada de alguna perdiz enamorada del cocheché de su galán. Las inocentes víctimas ignoraban que tras aquel canto embaucador de unas plumas brillantes se escondía la mano mortífera del hombre.

Así era la vida en aquellos tiempos: todo animal que fuera comestible estaba expuesto a ser capturado; el cepo, el lazo, la red, el hurón: la trampa en definitiva; hasta los chicos gozábamos haciendo puntería con los tirachinas sobre los gorriones. Las golondrinas eran las únicas aves que eran respetadas, se decía que con sus picos habían quitado las espinas de la corona que mortificaba a Jesucristo; esta leyenda hacía que sus nidos, construidos magistralmente bajo los aleros de algunas casas, no fueran destruidos. En un edificio de la calle Mayor, junto a las cuatro esquinas, enfrente a la Casa Gayán, en donde vivían la señora Gerarda y su esposo Germán, tenían uno de los aleros predilectos estas simpáticas aves. Año tras año, con precisión matemática, volvían cada primavera a su morada. Los chicos, que esperábamos la entrada a la escuela, las contemplábamos entusiasmados en su ajetreo continuo de ir y volver por la calle de la Fuente buscando tierra húmeda para reparar sus nidos. Cuando las nuevas crías nacían era enternecedor admirar cómo las alimentaban sus madres depositando con ternura en sus boquitas el insecto capturado a voleo. A finales de agosto se las veía inquietas, comenzaban a sentir nostalgia de la tierra africana y junto a los chirriantes y velocísimos vencejos nos abandonaban sin avisar; los primeros días de su ausencia echábamos de menos sus vuelos rasantes bebiendo agua en los pilones sin pararse en ellos; las golondrinas, sus nidos y sus crías, era todo un espectáculo y sentí que en el porche de la cabaña no construyeran un nido. Tal vez adivinaran que aunque su dueño se sentiría orgulloso, otras manos violentas lo hubieran destrozado como hicieron con las ventanas y los cristales.

Lo que sí pasan, pero volando a bastante altura, a primeros de marzo, son las grullas. Estas aves, que se van cuando las golondrinas vuelven, son precursoras de que el invierno se está acabando. Tras haber descansado en la cercana laguna de Gallocanta, inician su regreso a sus países del norte de Europa. Son aves majestuosas, de patas y cuellos largos de color gris con trazos negros en la cabeza; cuando están posadas, las plumas de sus alas les caen formando una falsa cola. Al salir de la laguna forman grupos en forma de ―V‖ y avanzan al mismo tiempo que producen unos sonidos vocingleros que resuenan por todo el territorio. La última vez que las vi pasar estaba sentado en el porche. Volaban por encima de la ermita de la Virgen del Águila como vuelan las nubes tormentosas, a veces peligrosas, que también vienen de esa laguna; y avanzaban dirigidas por una guía que ocasionalmente se turnaba. Cuando pasaron por encima de la cabaña me puse de pie, saqué el pañuelo y las saludé: ―Adiós, amiguitas –les dije- os deseo un feliz viaje. A ver si el año próximo os puedo ver con la misma alegría‖. Aún me quedó tiempo para fotografiarlas: hoy puedo contemplarlas atrapadas en un álbum en donde un azul celeste las envuelve con ternura.

Qué satisfacciones y emociones nos da la naturaleza. Cuando despierta de su letargo invernal, sales al campo y sus olores te envuelven; y esos aromas que se enredan en la ropa los trasladas a casa a la vuelta; y el gato, que te espera en la puerta, te huele los pies como queriendo darte las gracias y se refrota en las botas en donde el tomillo, el espliego y la tierra recién labrada han dejado su esencia; tal vez la tierra mojada y las plantas aromáticas le recuerden al felino sensaciones ancestrales de placer y libertad.
Zarzamora
Junto al ribazo del campo mío
la zarzamora crece con brío.
Verde su fruto recién nacido
cambia de tono con el estío.
Bajo sus hojas, y entre sus ramas,
ciento de pájaros tienen su cama.
¡Ay, zarzamora de espinas llena!
¡Cuántos secretos se te almacenan!
Yo te venero con devoción.
Te quema el hombre y nunca lloras su vil traición.
(Naturaleza sentida / Sentida Naturaleza. 2000)



Nido de jilguero en un melocotonero.




Colmena abandonada.

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