jueves, 3 de noviembre de 2016

OFICIOS PERDIDOS

Oficios perdidos

En mi recorrido por los pueblos del Campo de Cariñena visité un verano la población de Tosos buscando datos de la historia de un obispo nacido allí y que ejerció su misión en la Guinea Española; su vida y obra quería publicarla en la Crónica de la comarca. Paseando por sus calles me sorprendió encontrar encima del portal de una casa un cartel, muy bien cuidado, que decía: ―Casa del Ordinario‖. Llamé pero no contestó nadie. Al verme un vecino mirar detenidamente el letrero me preguntó si sabía qué significaba la palabra ordinario. Muchos significados tiene esa palabra, le dije, pero creo que aquí significa recadero: persona que lleva encargos y mercancías de una población a otra. Así es, me contestó. El hombre que aquí vive –continuó mi interlocutor- se dedicó durante muchos años a ir un día a la semana a Zaragoza con su carro llevando y trayendo lo que los vecinos le encargaban. Me vino entonces a la memoria la figura del último ordinario que hubo en Paniza, Fermín Sánchez, apodado el Cascahuetero, que vivía a la entrada del pueblo en el Arrabal y estaba casado con Trini la Maricoca, persona campechana y alegre, y buena voz para cantar jotas, que, según decían, a todo forastero que entraba al pueblo, cuando salía ya le había puesto un mote.

El ordinario de Paniza, al igual que el de Tosos, realizaba un viaje semanal a la capital en su carro, debidamente protegido con un grueso toldo, y tirado por dos machos y una burra. En mi época de estudiante me subía al pueblo todos los veranos el colchón que tenía en el colegio para que varearan su lana y quedara bien hueca, trabajo que realizaba mi vecino José acompañado de su esposa María la Murciana. El ordinario cumplía en aquella época de escasez de medios un papel muy importante para el pueblo, trabajo que necesitaba de vocación y esfuerzo para viajar evitando los peligros que la automoción, escasa entonces pero siempre peligrosa, ponía en su trayecto. El progreso hizo desaparecer al ordinario y a los vareadores de colchones, como también desapareció el oficio de los esquiladores, los cesteros, los sastres, los herreros, los caleros, los tejeros...

Esquilar a las caballerías era una tarea que no todo el mundo sabía realizar correctamente; hacía falta mucha práctica y saber dominar la situación en momentos delicados cuando el abrío se encabritaba. En nuestro pueblo recuerdo al tio Vicente, que también trabajaba como blanqueador, ayudado por su hijo Gaudencio y más tarde por el menor, Felipe. A los animales se les cortaba el pelaje principalmente por motivos higiénicos, tratando de evitar que los parásitos se les fijaran transmitiéndoles enfermedades. El trabajo lo realizaban en los corrales de cada casa, aunque era frecuente hacerlo en la misma calle del propietario o en un sitio elegido en donde la tranquilidad y la agradable temperatura fueran al unísono. Para empezar el trabajo tenían que colocar al animal con las patas rectas, cuadrándolo debidamente sin necesidad de atarlo, aunque a veces, si era guito, se le sujetaba el morro con un cepo llamado torcedor. Y en ocasiones hasta era necesario sujetarle las dos patas de atrás con una de delante.

Lo primero que hacía el esquilador antes de cortar el pelo era quitarle toda la suciedad que tenía la caballería rascándole con un peine de púas metálicas, consiguiendo que toda la tierra y restos de paja que tuviera escondida salieran al exterior. Llegaba luego el momento más emocionante: marcar con la tijera una línea recta a lo largo de su cuerpo señalando el espacio que debía esquilar. Me maravillaba contemplar la facilidad y ligereza con la que estos profesionales, sin necesidad de regla, recorrían de delante a atrás, o al revés, con la punta de la tijera, todo el costillar dejando la señal deseada. A continuación comenzaba el esquileo con la máquina sujetando con la mano izquierda una de las manillas y moviendo con agilidad la derecha. El pelo de la alzada y de la tripa se le respetaba por protección, sin embargo, las crines y los pelos de las orejas –parte delicada por su piel sensible- se lo cortaban con las tijeras con mucho cuidado. Me gustaba verlos trabajar, sobre todo cuando al finalizar realizaban en la parte superior de la cola alguna señal o dibujo que identificara al animal. Cuando hoy día veo a los Latin Kings, o a otros grupos urbanos, que en sus cabelleras peladas portan líneas y dibujos, me viene a la memoria el recuerdo de los esquiladores que en este arte eran únicos. Terminado el trabajo le golpeaban cariñosamente en las ancas y el animal correspondía con ligeros movimientos de su cola.

El esquile de las ovejas seguía otro ritmo. El trabajo era más duro y complicado debido a la incómoda posición que el esquilador tenía que realizar. Con el cuerpo doblado por la cintura rapaba al animal al que con anterioridad, echado en el suelo, se le había atado las manos y patas. Los esquiladores de ovejas iban en cuadrillas recorriendo los diferentes pueblos en donde eran solicitados. Una a una, y a ritmo acelerado, comenzaban el trabajo por el cuello o por la paletilla, evitando dar algún corte al animal, cosa que a veces era inevitable por la oposición de la res a ser esquilada. Las máquinas eléctricas sustituyeron el penoso trabajo de antaño en donde las tijeras era la principal herramienta.
Terminado el esquileo llegaba el trabajo, también duro, de lavar la lana. Realizado por mujeres, arrodilladas a la orilla del río en alguna balseta, conseguían eliminar la suciedad acumulada a lo largo de varios meses. Luego la extendían encima de piedras y arbustos consiguiendo el efecto de un paisaje nevado. Esta materia prima, tan valorada en aquellos tiempos, perdió su valor natural desplazada por las fibras artificiales.

Otras personas que desaparecieron del paisaje del pueblo fueron las que ocasionalmente se presentaban ofreciendo su trabajo. Como fantasmas amaestrados se anunciaban con voces por todos conocidas: ¡Estañador y paragüero! ¡La quincallera! ¡El afilador....! Y las madres salían de los patios buscando el remiendo para algún recipiente estropeado; eran tiempos en donde la escasez nos enseñó, anticipadamente, a reciclar todo lo que teníamos a mano. Hasta las pieles secas de los conejos servían para comprar algo.

Una vez al mes nunca faltaba a la cita el salinero. Llegaba con su carro tirado por dos mulos y buscaba el lugar más apropiado en la plaza de la Iglesia. Con sumo cuidado extendía sobre el suelo su variopinta mercancía (tazas, platos, utensilios domésticos de toda clase) que expuesta con delicadeza llamaba la atención de los posibles compradores. Y a un lado, separada del resto, mostraba en un pequeño montón bolas grisáceas de sal para las caballerías. Este producto, indispensable para el ser humano en su justa medida, también lo necesitaban los animales; en los pesebres de las cuadras y en las parideras siempre había bolas que a chupetazos eran lamidas.

Otra persona que nos visitaba con más frecuencia era un hortelano de La Almunia de doña Godina. Tan familiar era su presencia cuando llegaba el buen tiempo que al almuniero todo el mundo lo conocía. Al igual que el salinero, se colocaba en la plaza -a veces coincidían- y exponía los productos de la huerta que él cultivaba en su pueblo: borrajas, acelgas, ―espinay‖, pencas, judías verdes, patatas, manojos de cebollas y ajos... todo recién cogido; era un muestrario diverso que por su color y olor invitaban a ser consumidos. Para los chicos había una hortaliza que nos gustaba mucho: eran las zanahorias de color rojo y sabor dulzón que con gula nos comíamos. Generalmente vendía todo lo que había traído, y si algo le sobraba siempre había una señora que se encargaba de venderlo en su casa o en alguna de las tiendas.

El oficio del herrero era uno de los más apasionantes. En el pueblo había tres fraguas: la de Casiano Lázaro, la de los Ubide y la de Ceferino Floría. Visitar una fragua siempre producía un cierto misterio. Sus paredes ennegrecidas, el fogón con su gigantesco fuelle, el yunque y el tablero de las herramientas; el banco con los tornillos y la cuba con agua para templar el hierro rojizo; los montones de chatarra en los que siempre encontraba el elemento que necesitaba; la piedra de afilar, los martillos de bola y cuña; las tenazas de variadas formas y tamaños, y sobre todos las herraduras que con maestría constantemente producían. Era emocionante contemplar el martilleo rítmico del herrero con su martillo menor, y su ayudante con el mallo, intentando dar a la herradura, todavía roja, su forma y tamaño adecuados. En las fraguas siempre había un corro de curiosos en donde los hombres, al igual que en la barbería, hablaban de sus cosas; sobre todo en días lluviosos que impedían las labores agrícolas. El herrero, como buen artista creador, jugaba con el hierro para hacer filigranas en la forja de un balcón o una verja, o en el más rudimentario trabajo de afilar un barrón o reparar una reja de vertedera.

Cuando los labradores volvían del campo al atardecer aprovechaban para herrar a las caballerías. Herrar no era una operación sencilla. Hacía falta mucha práctica y conocer bien a los animales para conseguir que estuvieran quietos. El herrador usaba con cuidado la tenaza de cascos para rebajar la pezuña del animal; luego, con el pujavante, pequeña paleta de hierro acerado y afilado, alisaba el casco hasta dejarlo lo suficientemente limpio y plano y poder clavar en él la correspondiente herradura, acción crucial para que los clavos salieran al exterior sin dañar al animal, clavos que una vez cortados se remachaban.

En Paniza había un herrero especial que no herraba. Su trabajo era más artístico y entretenido: fabricaba sartenes, aceiteras, tenazas, trébedes, badiles, badiletas y hasta moldes de magdalenas y tartas: se llamaba Nicolás y le apodaban Calderilla; vivía en la calle Mayor, enfrente de la casa de mi abuelo paterno en donde vivían mis primos Mariano y Lucía. Cuando tenía suficiente mercancía preparaba su tartana y partía a recorrer los pueblos de la comarca ofreciendo sus utensilios tan necesarios entonces en todas las casas. Al tio Nicolás -viudo y padre de cuatro hijas, una de ellas religiosa- lo visitaba ocasionalmente en su fragua; era un trashumante ocasional que vivía su oficio con entrega y profesionalidad. Cuando volvía de sus viajes nos contaba, con su entrecortada forma de hablar, pintorescas historias de sus andanzas: todos le escuchábamos con atención al mismo tiempo que le admirábamos.

Si el herrero tenía su misterio no menos sugerente era el trabajo de los carreteros. Su oficio necesitaba los conocimientos del carpintero, del herrero y del pintor. En su taller, siempre espacioso, abundantes herramientas y diversos materiales cubrían sus paredes y rincones. En Paniza conocí dos carreterías cuyos dueños eran los hermanos Molina. Florencio, que vivía a la entrada del pueblo, siempre tenía en la puerta de su casa, que también era el taller, algún carro por arreglar. Un poco más arriba, junto al actual cine, estaba la de su hermano; cuando éste murió, sus hijos, Pepe e Isaías Molina, siguieron con el oficio de su padre que también heredaron los nietos.

Construir un carro era un trabajo para el que se necesitaba saber calcular con exactitud las dimensiones que sus diferentes piezas lo formaban, pero de todas ellas eran las ruedas las que más concentración exigía. La pieza central, o maza, en la que entraban a presión los radios, tenía un orificio en donde se acoplaba con precisión el buje metálico en el que había de girar el eje del carro. Luego vendría la parte más complicada: colocar la pletina de hierro sobre el aro de madera de la rueda. Este momento trascendental necesitaba la ayuda de muchas manos y el conocimiento del herrero para saber calentar las llantas, conseguir su dilatación y luego su rápido enfriamiento. Carros, volquetes y galeras; estevas, timones de arados y yugos... diferentes medios de transporte y herramientas agrícolas que poco a poco fueron evolucionando con la llegada del tractor y sus nuevos equipamientos.

El carpintero trabajaba la madera pero en plan más fino: puertas, ventanas, aleros, colocación de cristales... Vicente Moliner, al que apodaban Virutas, y luego su yerno, Félíx Casado Changa, tenían la única carpintería del pueblo. Él fabricó la maleta de madera que durante siete cursos me acompañó en mi vida estudiantil, maleta recia y fuerte que resistió los avatares de un internado cosmopolita. Durante mucho tiempo, un trabajo que realizaban, si la triste ocasión se presentaba, era la fabricación de féretros. Cuando ocurría el óbito el carpintero acudía a casa del finado y le tomaba las medidas. En veinticuatro horas construía el ataúd y lo pintaba de negro. La cruz que ponía en la parte superior, así como las anillas para llevar la caja, antes de ser enterrada las quitaba para poderlas usar en otro entierro. Las iniciales del nombre y apellido del difunto, en unas letras de papel imitando al oro, pegadas a ambos lados de la caja, era la única señal externa que quedaba bajo tierra; aunque a veces, estas letras, si los familiares las pedían también se quitaban y se les entregaba.

¿Y qué decir de los tejeros? La tierra, como material de construcción, ha estado siempre presente en la historia de la humanidad. Las primitivas civilizaciones la empleaban de las más variadas formas, y aunque la alfarería fue considerada como un verdadero oficio artístico, mucho más valorado que la fabricación de tejas y ladrillos, no por eso el arte del tejar carecía de importancia. En Paniza gocé el arte de la tejería. Mi abuelo materno, Valentín Vallestín al que no conocí, y su hijo, mi tío Santiago, tenían una tejería en la que pasé los momentos más felices de mi vida. En el libro Siempre en el corazón expreso con mucha nostalgia el recuerdo en aquella estancia.

La tejería era el lugar donde la imaginación era libre y el corazón se desbocaba a galope con alegría. Un paraíso en la alfombra incolora del tiempo donde el trabajo no era castigo de los dioses y la noche jugaba con el día. Pisar el barro, jugar con él para darle forma; contemplar cómo la luna, vigilando el horno, cantaba satisfecha y sonreía mientras las alargadas llamas –oro de aliaga y ramajes secos- subiendo por las rendijas, ponían sonidos de vidrio y cobre convirtiendo la materia inerte en materia viva: apasionante escena en mares de fuego; sueños reales que marcaron hondamente mi vida...

Para un niño, ir a la tejería significaba libertad de poder jugar con agua y tierra sin temor a ensuciarse, o el confundirse con la naturaleza en una vida fuera de lo establecido. A la tejería también se iba a lavar la colada semanal cuando la escasez de agua convertía la fuente del Paradero en una fila interminable de cántaras y pozales; a la tejería acudían en sus paseos vespertinos de verano el cura, el médico, los maestros... Todos encontraban en ella un remanso de paz y alegría, especialmente cuando las cerezas, abundantes y sabrosas, invitaban a ser comidas. Pero ante todo la tejería era el lugar de trabajo de mi tío Santiago que de sol a sol no cesaba en su afán de ir preparando la hornada.

Fabricar ladrillos, baldosas, y especialmente tejas, era un trabajo artesanal que necesitaba esfuerzo y paciencia. El tejar requería tener una buena explanada, denominada ―era‖, orientada al sur y libre de sombras la mayor parte del día. Junto al pozo, imprescindible, había una pila de agua y otra más grande, cavada en el suelo, para amasar el barro. La tierra arcillosa, materia prima única, tenía que ser de buena calidad (mi tío la traía en un volquete del cercano paraje de Valdelasfuentes), carecer de piedras y de arena que al cocerse se convirtieran en cal dando lugar a la rotura de la pieza o a un pequeño agujero; para evitarlo se porgaba finamente antes de añadirle el agua para formar el barro

Los ladrillos, de ―a pie‖ o de tabicar, el tejero los podía moldear en el suelo en solitario, pero para las tejas hacían falta dos personas: una colocaba el molde -metálico y de forma trapezoidal- encima de la mesa de trabajo y extendía sobre él el barro; una vez llenado y alisado correctamente con un rasero, lo depositaba cuidadosamente sobre otro soporte -podía ser metálico o de madera- de forma de teja, que la otra persona le colocaba junto a la mesa; esta última lo depositaba en el suelo de la era y extraía cuidadosamente el molde para que el barro, todavía muy tierno, se mantuviese firme hasta que se secara: tejas árabes, gruesas y pesadas, que tan solicitadas están hoy día para edificios campestres. Pero muchas veces, todo el trabajo de un día podía perderse en cinco minutos si una inesperada tormenta descargaba con furia su agua. ¡Qué pena!

Cuando el tejero creía tener suficiente material almacenado en el cubierto para llenar el horno, llegaba el momento de cargarlo; tarea para la que se necesitaban varias personas que en cadena iban pasándose la mercancía hasta que llegaba al encargado de colocarla con mucho cuidado en el horno, operación delicada que necesitaba mucha experiencia. Este edificio era de estructura fuerte y regia para poder resistir las altas temperaturas; tenía forma de prisma con base cuadrada y se sustentaba sobre unos arcos que debían resistir la carga de los cientos de tejas, ladrillos y baldosas que en diferentes capas sobre ellos se depositaba. Una vez llenado llegaba el momento emocionante de encender el fuego que, durante más de veinticuatro horas seguidas, iba a transformar aquel barro sin vida en piezas duras con sonido metálico. En la soledad de la noche, si la luna llena estaba presente, era un espectáculo inigualable estar en la boca del horno introduciendo leña que se encontraba amontonada al lado, formando verdaderas montañas de ramera de carrasca y de aliagas secas, combustible que diversas personas del pueblo habían llevado con anterioridad. En aquella época se pagaba veinte pesetas por cada carga de ocho fajos gruesos que las caballerías transportaban sujetas a las albardas, leña que cortaban en el monte comunal que cada vecino tenía asignado.

Terminada la cocción, y tras observar que las llamas tenían un color claro, se tapaba la boca del horno con una gran losa y barro, y la parte superior con cascotes y tierra, quedando totalmente cerrado y evitando que no se produjese corrientes de aire en el interior que pudieran ocasionar un enfriamiento más rápido del necesario. Pasada aproximadamente una semana ya se podía sacar toda la mercancía que quedaba apilada en diferentes espacios al aire libre y dispuesta para la venta.

En Paniza, junto a la tejería de mi familia existía otra de unos parientes, (los Baselga, familia de los Cesteros), que, aunque menos frecuente, también en aquellos años de la posguerra realizaban cocciones. Todo aquello despareció y hoy produce cierta pena que no se haya sabido conservar parte de aquella reliquia arquitectónica que otros muchos pueblos han recuperado y la enseñan como un valor cultural incalculable. Las tejerías, al igual que las caleras que había en la carretera de Aladrén, explotadas por la familia Urdániz, hace tiempo que desaparecieron; pero hubo una época que fueron centro de trabajo y el sostén de varias familias.

En el recuerdo de los oficios perdidos no me olvido del trabajo artesanal de mi tío Baldomero en su faceta de fabricar cestos de mimbre, especialmente para vendimiar, así como cuévanos y otros enseres. Experto también en la fabricación de cañizos, en alguna ocasión contemplaba cómo en el patio de su casa cortaba las cañas con una herramienta especial para luego, una vez ordenadas por su grosor y tamaño, comenzar el trenzado del cañizo. A veces este trabajo lo realizaba directamente sobre el techo de una habitación que luego sería cubierta con yeso por el albañil formando el llamado cielo raso, trabajo que servía para ocultar los maderos supliendo a las actuales placas de escayola.

¿Y el zapatero? Cuando se marchó Mariano Cucalón a Barcelona, que tenía el taller en el Muro, al final de la calle Ancha, recogió el testigo mi amigo Andrés Lapiedra que puso el suyo en la calle Mayor. Andrés, que aprendió el oficio en el Hogar Pignatelli, era un gran conversador con el que dialogaba de los más variados temas; en mis vacaciones eran muchas las veces que me sentaba en su pequeño taller, en la calle Mayor, contemplando la maestría con la que manejaba el martillo y la lezna, los punzones y las recias agujas; eran tiempos en donde el calzado se reciclaba con medias suelas para que durasen más; luego, un buen embetunado y abrillantado lo convertían en nuevos.
¿Y los sastres? En este oficio, los hermanos López (Francisco y Zacarías) y la familia Pérez Cebrián tenían la exclusiva y se repartían los clientes equitativamente; trabajo pesado en el que las manos femeninas de la casa eran necesarias muchas veces. Los sastres eran personas cultas y con una sensibilidad diferenciadora que se manifestaba en su forma de hablar.

¿Y los barberos? Aunque también cortaban el pelo nunca se les llamó peluqueros sino barberos. Mariano Valenzuela, el Chopo, y Arturo Lázaro, que además era practicante y hasta extraía muelas, eran los regentes de las dos barberías. Luego llegaría Emilio Luesma con ideas más modernas, siendo el primero que puso sillones con muelles hidráulicos para poder levantarlos a su comodidad y comenzó a cortar el pelo a navaja.

En estos lejanos recuerdos, sacados de zonas profundas pero siempre próximas, quiero traer a mi presencia el trabajo de una persona con la que mi familia tenía una gran amistad: se llamaba Leoncio Oteo y su oficio fue el de peón caminero. Casado con Pilar, una navarra de Tudela, vivían en una casa del Arrabal y no tuvieron hijos. Ser peón caminero significaba vigilar y cuidar el estado de las carreteras que atravesaban el territorio nacional. En cada pueblo había un peón, dependiente de Obras Públicas, y tenía a su cargo de seis a ocho kilómetros de recorrido. Al de Paniza le correspondía desde el 50 (pasado el alto de Cariñena) hasta el 59 (final del puerto) de la carretera general Zaragoza-Teruel. El kilómetro 53 tenía hermosos árboles en sus orillas y el corto trayecto se aprovechaba para pasear; eran tiempos en los que la circulación era muy escasa, los camiones valencianos cargados de fruta era lo que más circulaban.

Leoncio salía todos los días de casa con su burra, paso a paso, y se dirigía a donde tenía marcado el trabajo. Una vez metido el animal en un campo, sujeta a una larga cuerda que le permitía desplazarse a su alrededor, comenzaba a limpiar las cunetas dejándolas libres de hierbajos y matorrales. No se usaban insecticidas, únicamente el azadón y el rastrillo eran las herramientas empleadas. Esta constante limpieza impedía que al agua violenta de las tormentas inundaran la carretera, haciéndola correr hasta llegar a lugares en donde se filtraba.

Un paraje que cuidaba mucho, y siempre lo tenía en plan de revista, era la fuente del Hontanar. A ese bucólico sitio, separado de la carretera en la ladera del monte paralela al puerto, íbamos muchas veces mi familia con él y su esposa a pasar el día, sobre todo en época veraniega cuando invitaba a saborear la sombra de sus grandiosos pinos. El agua que manaba de la fuente era especial, y en el pequeño pilón que tenía dejábamos refrescar las bebidas y frutas, sobre todo sandías o melones, que después de comer las costillas a la brasa, o una sabrosa paella, servían para realizar una buena digestión. Allí, oyendo el trino constante de variadas aves, aunque a veces los molestos tábanos se unían a la fiesta buscando en nuestras piernas y brazos el dulzor de la sangre, pasábamos la jornada contando chistes e historias que con tanta gracia realizaba Leoncio.

En su quehacer como caminero le tocó en una ocasión presenciar un accidente que sufrió el coche de línea Daroca - Zaragoza cuando en el puerto perdió la dirección, en una de las peligrosas revueltas, y bajó por la ladera arrastrando piedras y matorrales hasta llegar al camino. Leoncio, que vivió la escena, superado el susto corrió a socorrer a los viajeros. El peón caminero se convirtió en el inesperado samaritano que en medio de los gritos y llantos de los damnificados les ayudó a salir del autobús siniestrado. Afortunadamente no hubo víctimas mortales, pero aquellas personas nunca olvidaron la entrega, el esfuerzo y el ánimo que recibieron de aquel desconocido.


Todos estos oficios que existían en nuestro pueblo fueron poco a poco desapareciendo por las nuevas técnicas y la emigración a la capital en busca de un porvenir más seguro. Su trabajo, noble y a veces sacrificado, los convertían en personas especiales que ponían un punto de imaginación en sus vidas. El recordarlos es un homenaje hacia ellos y sus familias.
 
Vista general de las tejerías (1985).

La boca del horno (1999).

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