miércoles, 2 de noviembre de 2016

INTRODUCCIÓN

A Ramón Gayán Díaz, Domingo Agudo Cebrián, Julio Palacios Martínez, María Moliner Ruiz, José Conde Andreu, Ildefonso M. Gil López, Gregorio Ramón Cebrián, Domingo Laín Sanz, personas ilustres de Paniza, y a todos los que viven o han vivido en el pueblo.

INTRODUCCIÓN
 
Tuve una cabaña con porche cuyas aguas de lluvia del tejado, a dos vertientes, se recogían en un pequeño aljibe. La construí en tierras de mis antepasados el mismo año que nació mi hijo menor. Y lo hice para que mi espíritu pudiese recoger la esencia de una heredad que en la sangre se almacenaba y pudiera ser trasvasada a futuras generaciones. Diseñada por mi padre político, en su construcción intervinieron mi padre biológico, mi cuñado y varios obreros del pueblo que con interés y cuidado realizaron amablemente su trabajo. A ella iba a pasar los días festivos en contacto con la naturaleza y poder sentarme en su porche a contemplar el paisaje vivo de la sierra lejana mientras escuchaba el revoloteo inquieto de unos pajarillos enamorados que se buscaban. En ese, para mí, pequeño paraíso, escribí cientos de versos de una Naturaleza sentida y de otra Naturaleza maltratada. Y fueron muchas las ocasiones en que compartí los poemas con el viento cierzo que me hacía buscar refugio, o con el agua bienhechora que lavaba penas y abría esperanzas. A su alrededor plantamos árboles todos los miembros de la familia; los cuidamos y mimamos para que en sus ramas, además de fruto, hubiera alas. Y así fue. Nacieron flores y nacieron cantos que por las viñas cercanas se marchaban.

Pero un día violaron a mi cabaña: seres "extraños" penetraron con fuerza en su aposento y dejaron marcas de una violencia inesperada. Logré calmar el dolor y repararé cuidadosamente los daños que habían causado con su furia. Pasaron los meses, y cuando el pesar estaba archivado, otros seres (o los mismos) más violentos y menos extraños, aprovecharon la soledad nocturna para dejarla de nuevo maltrecha y mancillada. ¿Quién pudo hacerlo? ¿Quién de aquellos contornos se atrevía a maltratarla? Presenté una denuncia a la Guardia Civil que ningún caso hizo: no se acercó a comprobar los daños causados ni se molestaron en darme alguna esperanza de que buscarían a los autores.
Los carpinteros del pueblo, hijos de quienes me pusieron las puertas y ventanas, me arreglaron con esmero los destrozos. Pasó el tiempo y las ―alimañas‖ volvieron otra vez con más agresividad atreviéndose a romper la puerta, las tuberías y las canaleras que recogían el agua de los tejados para llevarla al aljibe; y hasta los cristales fueron apedreados con rabia como si quisieran vengarse. ¿De qué? ¿De quién? ¿Por qué? No resistí más aquella situación y tras meditarlo mucho decidí ponerla en venta: no estaba dispuesto a sufrir la sorpresa de un nuevo ―atentado‖. Afortunadamente no tardaron en comprarla.

Han pasado siete años desde entonces y con frecuencia la añoro. La veo en sueños y me recreo en los paisajes que la rodeaban; en los sonidos que el viento, los pájaros y los lejanos rebaños paseaban por las viñas, laderas y montículos; con los múltiples cuadros que la naturaleza, según la hora del día, ponían misterio y sorpresa en la lejanía; con las conversaciones mantenidas con los paisanos, algunos ya tristemente fallecidos ( los hermanos Molina, Armando Báguena, Ángel Guillén…) que en su campos cercanos se encontraban. Sí, la recuerdo y la echo en falta, pero ya no sufro. Para contemplarla acudo a las múltiples y variadas fotografías que de ella y su contorno iba realizando según el color que la estación tuviera. Y hoy, guardadas en sendos álbumes, cada una de ellas me habla como si tuvieran alma. Y en ese secreto diálogo que mantenemos nos sonreímos o lloramos, nos ponemos nostálgicos y recordamos vivencias, anécdotas, escenas muchas de ellas compartidas en la soledad viviente de una naturaleza que sueña, ríe y habla.

Y ahora que ya no la tengo físicamente me atrevo a rememorar en estas líneas las historias que en su porche recordé; historias del pueblo cercano en donde mi infancia y adolescencia transcurrieron entre alegrías y aflicciones, entre júbilos y desencantos. Tiempos aquellos difíciles, algo oscuros y retorcidos, pero vividos intensamente con los ojos bien abiertos y la mente atada a la esperanza. Hoy, que los años quieren poner en mis ojos legañas, y el olvido lucha por conquistarme, busco en el recuerdo lejano las escenas que nunca me abandonaron; estampas grabadas en la conciencia que a veces se vuelven agrisadas intentando salir del paisaje creado. Recuerdos que dejo plasmados en palabras escritas para que los que me sigan en la noria de la vida puedan continuarlos con voces nuevas y distintos cantos.

Aquí -amigo, compañero, paisano- dejo constancia de hechos que tú también conoces; de historias y sentimientos compartidos, de lances y aventuras que tal vez recuerdes mejor que yo y que a tus hijos cientos de veces les habrás contado. Perdonadme si al recordarlas me salgo del camino real y me adentro por veredas complicadas; a veces hay que poner inquietud y temblor para que la alarma de la emoción nos cautive. Así es la vida: se recuerda lo que se ha olido, lo que ha sido amasado lentamente y consumido después, sabiendo de qué material estaba elaborada la comida. Cuando termines de leer estos relatos y lo medites con tu almohada, piensa que el tiempo presente y el futuro mañana serán pasado; que los recuerdos que heredaste, unidos a los tuyos propios, cuando los transmitas también se convertirán en valiosas imágenes que alguien heredará y sabrá valorar en su justa medida. Gracias amigo, compañero, vecino y paisano; a los que estáis y a los que ya se fueron; gracias por formar parte de mi historia que es también la vuestra; gracias porque mientras os tenga en el recuerdo me sentiré vivo.


La cabaña con los árboles en flor (1998). (PANIZA).

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