viernes, 4 de noviembre de 2016

EL VINO

El vino
 
Escribir un libro de historias y recuerdos de Paniza y no hablar del vino sería una injusticia imperdonable. Pero ha cambiado tanto el proceso de su elaboración que, de ser un trabajo artesanal, en el que el dueño de la uva la vendimiaba, la pisaba, la prensaba y dejaba el líquido obtenido en un trujal, en espera de que la naturaleza, con su fermentación natural, lo convirtiera en la bebida deseada, que de aquellos vinos fuetes y de sabor algo áspero a los que se obtienen hoy día va un gran abismo.

En mi familia teníamos una palanca, situada enfrente de la ermita de san Gregorio, que tenía tres trujales. Según como venía la cosecha, uno se llenaba de uvas negras y otro, más pequeño, de blancas; y el tercero quedaba libre o lo usaba algún vecino que lo necesitara. En esos trujales, después de limpiar y desinfectar sus paredes, tarea a veces peligrosa, le ayudaba a mi padre a pisar las uvas que mi tío Santiago traía de los campos de Cañacalera, Lomarroya, Carraguilón o Valdelasfuentes en donde nuestros vendimiadores, procedentes de Fuentesclaras, las recolectaban.

Los dos, mi padre con un mazo grande y yo con uno pequeño, pisábamos descalzos los racimos al mismo tiempo que los golpeábamos; luego, levantábamos con cuidado uno de los tablones y empujábamos todo lo pisado al fondo. Así día tras día hasta que el depósito se llenaba. Pasado un tiempo llegaba el momento emocionante de prensar todo lo almacenado. Y allí, en la misma palanca, el tintineo monótono del husillo ponía cierto encanto en una escena en donde los hombres, pasos hacia atrás y hacia adelante, daban el esfuerzo de sus brazos para que las vigas de la prensa fueran poco a poco empujando y apretaran las raspas y hollejos extrayendo de ellos el mosto que almacenaban. El apreciado líquido pasaba de nuevo al trujal mientras que la brisa se amontonaba y luego llevada a la alcoholera de Cariñena en donde todavía le sacaban provecho. Todo el ambiente del local se impregnaba de un olor especial que a veces mareaba.
En aquellos tiempos, cuando la Cooperativa era una utopía, los compradores foráneos pululaban por el pueblo ofreciendo por la uva el precio que a ellos se les antojaba. Pocas opciones tenía el agricultor. Si no necesitaba urgentemente el dinero se arriesgaba en la aventura de ―encerrar‖ su mercancía en forma solitaria, o en compañía, soñando en conseguir más provecho convirtiéndose en vinicultor. Aunque a veces, este sueño se perdía porque el vino se ―picaba‖ y perdía casi todo su valor.

Si emocionante era el pisado y el prensado de las uvas, no menos lo era el momento de los trasiegos del vino de un depósito a otro y el definitivo momento de sacarlo a la venta que, generalmente, se vendía por alqueces. Los trujales de Carmelo Ubide, cercanos a la ermita san Gregorio; los de Pedro Cebrián, a la entrada del pueblo; los de Fernando Conde, junto a las eras; y sobre todo los de Basilisa Cebrián, en la plaza del Paradero, tenían la preocupación constante de que toda la mercancía tuviese el fin deseado. Y esta ilusión terminaba cuando el vino pasaba a las pipas y estas eran subidas con enorme esfuerzo a los camiones. Solamente entonces llegaba la tranquilidad y se soñaba con la esperanza de una nueva cosecha.

La historia del vino, basada primero en una vid silvestre y luego ya, poco a poco, en una cultivada, es tan antigua como la Humanidad. Se cree que fue en Mesopotamia, junto al Cáucaso, donde tuvo su cuna el vino 2.500 años antes de nuestra era. Igualmente, la relación entre vino y religión está presente en las antiguas civilizaciones, y hasta en las tumbas de los faraones se han encontrado gran número de recipientes para beberlo. Y si en el Antiguo Testamento se nombra a Noé como la persona que plantó la primera viña, sufriendo luego los efectos del consumo excesivo del vino, será en el Nuevo cuando el rico caldo se convierta en un gran símbolo con el primer milagro de Cristo transformando el agua en vino en las bodas de Caná. Su simbolismo se acrecentaría cuando en la última cena, al darlo a beber a sus discípulos, lo convirtió en el misterio central de la cristiandad. En el siglo VIII, cuando los árabes conquistaron España trataron de eliminar las vides porque su religión prohibía el consumo de alcohol, aunque la uva de mesa, y sobre todo la convertida en pasa, la consumían abundantemente.

Hoy día, en nuestro país, aunque ha descendido la producción de vino pasando de 39 millones de hectólitros anuales a 36, sigue ocupando el tercer lugar en el mundo tras Italia y Francia. El Campo Cariñena dedica a su cultivo más de 17.000 hectáreas de las que 2.200 pertenecen al término de Paniza, en donde su cooperativa, Virgen del Águila, produce cerca de 10 millones de litros en sus diferentes variedades de blancos, tintos y rosados. De sus viñedos, con uvas de las clases tempranillo, garnacha, merlot, Juan Ibáñez, Macabeo... se obtiene unos vinos de sabores y aromas muy específicos de una zona cuya climatología, a setecientos metros de altura, le favorecen.

A la vid le dediqué dos poemas en mi libro Naturaleza sentida / Sentida Naturaleza que aquí reproduzco.

La vid (I)
 
Llora la vid su nacer
cuando se despide marzo.
Sabe que un hielo tardío
arañar puede de muerte
a su neonato pámpano.

Con finas lluvias mayales
y los soles más tempranos
tendrá ya esporgado el fruto
cuando el verano le llegue
a sus alargados brazos.

Un seco y caliente estío,
libre de plagas y rayos,
le dará brillo y dulzor
a la miel que se fabrica
en sus misteriosos granos.

Cuando el fruto ya es azúcar
en el racimo dorado,
ofrece humilde y sumisa
a la mano que lo corta
todo el sabor de su caldo.

Pasará pronto el otoño
dejando surcos dorados,
y cuando llegue el invierno
con nieves y fríos largos,
le podarán con cariño
sus largos y secos brazos.

Tras un sueño muy profundo,
escondida en su regazo,
esperará con paciencia
que el sol le dé nuevo canto.

La vid (II)
 
Ante la cepa henchida
de abalorios colgantes,
esporgado ya el grano
que el sol endulza,
la mirada se cautiva
por el brillante verdor
que el racimo irisa.

Tanto misterio escondido
será azúcar, sangre luego;
más tarde, vida:
aromas y sentires robados
a una tierra desprendida.

(¡Cuántos espíritus nobles
sin recibir dan alegrías!

¡Cuántos otros, ay, recibiendo,
pagan con dolor la dicha!)


Dialogando con la vid.


La poda (Emilio Muñoz)

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