jueves, 3 de noviembre de 2016

CASINO, CINE Y BAILE

Casino, cine y baile

Ir al casino o al café después de comer, o tras la cena, era costumbre practicada exclusivamente por los hombres en la década de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Para las mujeres era un territorio prohibido y se quedaban en casa terminando de fregar la vajilla y el fogón o remendando la ropa que tantas veces se cosía y recosía. El primer casino del que tengo memoria estaba situado en casa de Mariano Vitaller, en la calle Mayor, esquina con la de Tejedores. Este edificio, junto con su aledaño, la casa de Concepción Cebrián, convertida en tienda en su parte baja, formaban una grandiosa casa solariega con espectaculares escaleras para acceder a la parte noble. Junto al lucernario se podían contemplar unas figuras decorativas que parecían sostener el tejado.
Para poder entrar al casino había que ser socio y pagar una cuota mensual que el conserje se encargaba de cobrar. Sin embargo, al café, situado en la calle Horno Alto (hoy Fernando el Católico) podía ir el que quisiera libremente, aunque en aquellos tiempos de la posguerra se comentaba que el ir a un sitio o a otro tenía un marcado sentido político que todos conocían pero trataban de disimular.
En local que había en los bajos del casino, en donde ocasionalmente las compañías de teatro ambulante representaban obras de todo género, también era empleado como salón de baile. Los mozos formaban una sociedad y se encargaban de organizar la fiesta todos los domingos y días festivos. Recuerdo haber visto un organillo colocado encima de una plataforma, cuyo manubrio, movido a ritmo monótono por un encargado, hacía sonar las piezas que, enrolladas al torno, habían sido colocadas: un sonido meloso, romántico y pegadizo que ponía un ambiente especial en la sala. En ocasiones, un conjunto de bandurrias y guitarras luchaban con entusiasmo para que sus sonidos apaciguaran el murmullo de los mozos y mozas. Los que por no tener la edad exigida no podían entrar, sobre todo chicas y mocicas, seguían el ritmo en la calle convirtiéndola en una polvorienta vía. Cuando Félix Casado, el electricista, conectaba en el trasformador general la corriente eléctrica, las bombillas de las esquinas se encendían: era el anuncio de que la función se acercaba a su final. Si el baile continuaba más tiempo del debido era frecuente ver aparecer al alcalde, Vicente Moliner, amenazando con multar a los responsables.

Recuerdo que en alguna ocasión, sobre todo para las fiestas de mayo y septiembre a las que acudían muchos forasteros, se usó como salón de baile una planta de la antigua fábrica de alcoholes situada en donde hoy se hallan las escuelas, junto al antiguo lavadero. Aquel lugar, algo apartado del pueblo y con poca iluminación, no era bien visto ni por las autoridades ni por muchas familias que solamente veían ―pecado‖ por todas las partes.

En donde el baile se convirtió en espectáculo, a la vista de todo el mundo, fue cuando se inauguró los locales que Mariano Higueras Baselga tenía a la entrada de la plaza del Paradero. Los trujales, que durante mucho tiempo se llenaban de uvas, se transformaron en un gran salón con ambigú incluido. En una plataforma de madera, situada a gran altura del suelo, se colocaba la orquesta Iris formada por músicos locales que hacían las delicias de todos los asistentes. Esta agrupación musical, que ya se atrevía a ir uniformada con ropas propias de verdaderos artistas, al estilo de Xavier Cugat, llegó a adquirir gran fama en Aragón, siendo muchas las veces que fue solicitada para tocar en las fiestas patronales de los pueblos. Su director, Marcos Sierra, que me dio clases de solfeo para la asignatura de música de Magisterio, tocaba la trompeta y el acordeón con gran maestría y elegancia; su hermano Carlos, sentado siempre en un extremo, se atrevía con la batería a un ritmo frenético. Estaban luego los saxofonistas Regino Baselga, Sergio Lapiedra y el jovencísimo José Luis Valenzuela, el Chopo; todos ellos, además de tocar con soltura y elegancia, cantaban melodías de moda acompañándose de sonajas y maracas; el quinteto lo cerraba Jesús Báguena, algo más serio pero muy responsable: su trombón de vara ponía el contrapunto señorial al grupo.

Pero sigamos con los casinos. El año 1945 llegó a Paniza el sacerdote don Alejandro Bello Lizama, natural de Bello (Teruel), que sustituyó a don Joaquín Borraz, trasladado al vecino pueblo de Encinacorba. Mosén Alejandro era alto y fuerte, su presencia casi intimidaba; sin embargo, al hablar con él transmitía mucha confianza. El sacerdote pronto se ganó la amistad de los hombres y mozos y les lanzó la idea de construir en la parte trasera de la iglesia, en el terreno que antiguamente había sido cementerio, un local de dos plantas que albergara el nuevo casino en la parte superior y un salón de cine en la parte baja.

Lo del cine causó mucha expectación en todo el vecindario. El poder contemplar en un local cerrado películas era un acto que muy pocos pueblos lo tenían a su alcance. Se pidió ayuda económica a los vecinos además de su aporte de trabajo manual; con ella, y con alguna aportación extraordinaria de algún personaje relacionado con el pueblo, se pudo concluir lo que se había proyectado. Al cine se le llamó Salón Parroquial, y al casino, Círculo Católico; eran tiempos del nacional-catolicismo en donde la libertad de expresión era una utopía. La Acción Católica de hombres, mujeres, y jóvenes estaba de moda, y en sus reuniones con el sacerdote, y los propagandistas que ocasionalmente acudían al pueblo, marcaban la línea seguir. El día de la inauguración se descubrió una lápida de mármol, colocada en la parte final de la escalera, dejando constancia de la obra llevada a cabo por el sacerdote.

La sala del casino, con balcones a la calle, tenía colocadas alrededor de la pared unas baldosas de cerámica con refranes y consejos sobre urbanidad; en una de ellas se leía: En la mesa y en el juego la educación se ve luego. Junto al salón estaba la casa del conserje que era elegido por todos los socios entre las personas que presentaban su candidatura; creo recordar que el primer conserje fue el matrimonio Porora, tenía cinco hijos y podían atenderlo correctamente. En el casino se jugaba al guiñote, al tute y sobre todo al ―subastao‖; con el paso del tiempo se fue introduciendo el rabino y más tarde el póquer en algunos jovenzanos. Más que por dinero se jugaba por entretenimiento y pasar las tardes festivas, sobre todo en invierno, con una estufa que calentaba con fuerza el ambiente mientras el humo de los cigarros y farias envolvía al local de una atmósfera irrespirable. El juego con sumas importantes de dinero estaba prohibido, aunque en el otro salón del pueblo, el Café, se apostaba clandestinamente cantidades considerables en el simple juego de la carteta.

Todos los domingos por la tarde, cuando terminaban las clases de catecismo que se impartían en la iglesia, comenzaba el cine. En la sesión, además de la película -todas ellas españolas- se añadía el documental del Nodo, visto con meses de retraso, y una película corta de humor, generalmente del Gordo y el Flaco o de Charlot que hacían las delicias de mayores y niños. En la cabina, el polifacético José Berrué era el encargado de realizar la proyección que con frecuencia se interrumpía por el desgaste que tenían las cintas, teniendo que unirlas con acetona que dejaba un olor penetrante en todo el recinto.

En 1952 se fue mosén Alejandro y vino otro Alejandro: Conde Aurensanz. Procedente de Zuera era un sacerdote dinámico que conectó en seguida con la juventud. Potenció el cine con películas más modernas y sobre todo el teatro. El salón disponía de un pequeño escenario al que un joven sacerdote, José Aznar, se encargó de dotarlo de variados decorados movibles, pintados por él mismo, que sirvieron para las más variadas representaciones. Carmen Cebrián, Josefina Lázaro, María Juste, Tere Cebrián, Mari Mateo, Josefina la Codeta... entre las mozas, y Vicente Pérez, Luis Cebrián, Ernesto Higueras, Pepe Luis y Benjamín Floría, Francisco Cebrián... y el que esto escribe entre los jóvenes, rivalizábamos por aprendernos bien los papeles y conseguir que las obras tuvieran éxito. De todas ellas merece destacarse la representación de Locura de amor en donde Juana la Loca, protagonizada magistralmente por Carmen Cebrián, y Felipe el Hermoso por Benjamín Floría, alcanzó niveles altísimos. Fue tal el éxito que cuando se representó en el teatro Olimpia de Cariñena, todos los asistentes se quedaron ensimismados. En el triunfo de la obra tuvo que ver también los trajes de época confeccionados por mujeres del pueblo que de forma desinteresada colaboraban. En este aspecto, la familia de Basilisa Cebrián, con su hija Pilarín al frente, y la de su prima Concepción, de manos de su hija Paca, eran las que siempre estaban pendientes de que toda la tramoya funcionara.
Pasó el tiempo y aquel salón envejeció prematuramente. Los bancos de madera resultaban incómodos, y la máquina ya no servía para proyectar películas en color. Así mismo, el uso del casino fue decayendo aunque las mujeres ya se atrevían a entrar en él. Mosén Alejandro, siempre con nuevas ideas, apostó por un nuevo local a pesar de que no disponía de financiación económica. Otra vez el pueblo respondió, como siempre lo ha hecho, aportando dinero y mano de obra abundante: hombres, mujeres, jóvenes... todos pusimos de nuestra parte para que la obra pudiera realizarse. Y allí, en las eras bajas, en donde muchas veces jugábamos los chicos al fútbol con una pelota de goma, se construyó el nuevo Salón Parroquial con butacas de madera, traídas del desguace de un cine de La Almunia, una gran pantalla y un proyector moderno en donde José Berrué seguía siendo el técnico ayudado ahora por Carmelo El Trece. En el nuevo salón también se representaron obras teatrales en las que todavía pude participar. La última vez que pisé ese escenario fue con motivo del homenaje a Ildefonso M. Gil (enero de 2002) con motivo de su noventa cumpleaños. Tras ensayar dos días con chicos y chicas se escenificaron diversos poemas de nuestro poeta resultando un acto altamente emotivo.

Pero el tiempo pasa rápido y aquello que nos pareció inmejorable estaba pidiendo a gritos una renovación integral; sus más de cincuenta años de vida lo reclamaban. Y hoy, cuando estoy escribiendo estos recuerdos (mayo de 2010) leo en el periódico comarcal La Crónica del Campo de Cariñena, que el Ayuntamiento, por mediación de su alcalde Javier Gimeno, compra para el municipio el local que, según dicen era propiedad del Arzobispado, pagando por ello 105.500 euros, equivalente a más de 17 millones de pesetas. ¿Caro? ¿Barato? Para los que siempre creíamos que ese edificio era propiedad del pueblo, aunque fuera la parroquia su administrador, creo que el Arzobispado zaragozano ha realizado un buen negocio. Pero bienvenida sea su compra si ahora el pueblo, acondicionándolo debidamente, sabe sacarle partido a su uso.


La obra Locura de amor (1955): Carmen Cebrián, Luis Cebrián, Santiago Sancho, José Luis Alonso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario