miércoles, 2 de noviembre de 2016

¡AGUA, AGUA, AGUA!

¡Agua, agua, agua!
 
A trescientos metros de la cabaña se hallan los depósitos del agua potable que el pueblo bebe. Su primer suministro procedía de una presa que almacenaba en la Sierra agua de escorrentías y manantiales que, canalizada por tubos de antigua cerámica, llegaba también hasta la fuente del Paradero. Más tarde, otro manantial que tiene el bonito nombre de Fuente de la Chula, cuyo manar se halla cerca de la huerta Gayán y la paridera de los Vitalleres, entre el arroyo de los Valles y Valdemorao, aportó más caudal por tubos de uralita que pasan bajo tierra pegados a mi cabaña que, como serpiente interminable se lanza ladera abajo hasta llegar a su destino. Desde tiempos más cercanos también afluye a los depósitos agua procedente de otro manantial, hallado en la parte baja del pueblo, que tiene que ser bombeada para que llegue a su destino. Tener agua significa tener higiene, salud y alimento: felicidad.

Cuando yo era niño no había agua corriente en las casas. ¡Cuánto trabajaban las mujeres para llevarla desde la fuente del Paradero hasta las tinajas que en todas las cocinas había! En cántaras de cinc, en cántaros de cerámica, en pozales o en botijos, era transportada con el esfuerzo físico y el cuidado que se requería. Viajes y más viajes, idas y venidas de la casa a la fuente, de la fuente a casa, en un trajinar continuo que ponía en las calles la estampa de pintorescas samaritanas: mozas con garbo y donaire lucían su tipo de mujer aguerrida y valiente. Y los mozos, en ocasiones, buscaban su encuentro para iniciar un noviazgo que las miradas atrevidas habían insinuado; el camino hacia la fuente se convertía frecuentemente en una ruta sentimental llena de ilusión y esperanza.

Con la llegada del verano venía la inquietud. Si la primavera no había sido lluviosa, la preocupación de una sequía anunciada ponía ansiedad e inquietud, no sólo en los campos sino también en las viviendas. La fuente del Paradero, cuyo frontal con dos caños que salen de la cara de unos leones sorprendidos, convertía su grueso cantar del invierno en dos hilos estirados a punto de romperse. Entonces, los dos pilones en donde los abríos saciaban su sed se quedaban secos -al menos uno de ellos- y las mozas y las madres metían en él los recipientes esperando a que les tocara ―la vez‖: dos o más horas de espera se convertían en cuchicheos y comentarios de todo lo que en el pueblo ocurriese o pudiera suceder. En ocasiones era tanta la falta de agua que se acudía a otras fuentes olvidadas –La Vieja y Juan Ángel- que obligaba a emplear la fuerza de un bombeo manual.

Cuando la fuente del Paradero se construyó, allá por el año 1918, supieron nuestros antepasados sacarle partido para que el agua no se desperdiciara. Sin haber estudiado ecología conocían el comportamiento de la naturaleza a la que tanto respetaban. El agua, después de cumplir su misión de ofrecerse a las personas y a los animales, era conducida hasta el lavadero público en donde todos los días, especialmente los primeros de la semana, iban las mujeres -¡siempre el sexo femenino!- a realizar la colada. De rodillas, sumisas, ¿obligadas? movían garbosamente sus brazos enjabonando (jabón fabricado por ellas artesanalmente) la ropa sobre la tabla arrugada que con el tiempo se desgastaba. Cuántas conversaciones, cuántas discusiones, cuántos cuchicheos que de boca a oído pasaban para volver al punto de partida. Luego, cargar la ropa, que ahora pesaba más, en grandes baldes de cinc con los que se volvía a casa para tenderla. ¿Y el agua del lavadero? Aún le quedaba otra misión: pasar, si era necesaria, a los pequeños huertos que junto al riachuelo, casi siempre seco, producían variadas hortalizas. No era muy higiénico, pero a veces la necesidad obligaba a usarla.

A mediados de los cincuenta del siglo pasado se comenzó a gestar la idea de construir unos depósitos que pudieran almacenar el agua que bajaba de la Sierra. Todo el pueblo se ilusionó con esta idea que podía solucionar los meses de escasez que obligaban a buscar otras alternativas. Había que buscar un lugar adecuado para que el agua llegara por si sola a la parte más elevada del pueblo, en la zona del Muro en donde se hallaba el matadero. Las autoridades municipales, y los técnicos en la materia, lo encontraron en la parte más alta de un campo enladerado cercano al puente de las Tejerías. Un constructor, cuya familia provenía del cercano pueblo de Vistabella, ganó el concurso que el Ayuntamiento y la Diputación Provincial habían publicitado de la obra y comenzaron los trabajos con ilusión renovada cada día.

En aquella época no existían excavadoras, ni máquinas que ayudaran a la construcción: todo se realizaba a mano, con el esfuerzo físico que la obra requería. Albañiles y peones compartían espacio y esfuerzo para realizar correctamente su trabajo. ¡Qué cantidad de arena hubo que traer desde la orilla del río de Valdemorao para mezclarla con cemento y convertirla en hormigón! (Hoy día, los ecologistas no hubieran permitido tal salvaje extracción de grava de un mismo lugar). Un pequeño camión transportaba por los estrechos caminos la mercancía hasta dejarla a pie de obra. Algunos de los obreros que aquí trabajaron gozaron por primera vez en sus vidas de estar inscritos en la Seguridad Social, circunstancia que les beneficiaría cuando muchos años después les llegó la hora de la jubilación

Terminada la obra llegó el momento emocionante de comprobar que aquello estaba bien construido y que podía funcionar. Los dos grandes vasos, de unos cuatro metros de profundidad, eran lo suficientemente grandes para que el agua que bajaba de la Sierra, sin quitarle el caudal que llevaba hasta la fuente del Paradero, los llenara en un corto espacio de tiempo. Sin embargo, fueron necesarios varios meses hasta que el agua alcanzó el nivel máximo; los cerca de cinco mil metros cúbicos que podía almacenar rara vez se conseguía.

Los depósitos no estaban protegidos. Cualquier persona que los visitaba sentía algo de vértigo al ver tanta cantidad de agua a sus pies. El viento dejaba flotando muchas hojas que luego se arremolinaban en un rincón. El pueblo estaba contento aunque siempre hubo alguna voz discordante que criticaba la obra manifestando que el contratista había ahorrado cemento y podrían agrietarse con facilidad sus paredes. El tiempo les dio en parte la razón, y al principio hubo que realizar varias reparaciones para que el agua no se escapara por algunas grietas que aparecieron: las juntas de dilatación no habían sido suficientemente trabajadas y por ellas se escapaba la humedad.

Un inesperado suceso conmovió a todo el pueblo. Era verano y la siega y la trilla ya habían comenzado. Los depósitos estaban casi llenos tras una primavera generosa en lluvias, y aunque la llegada del agua a las casas no se había realizado todavía, las esperas en la fuente ya no existían. Un vecino se acercó aquella mañana veraniega hasta el lugar. No podía creer lo que sus ojos descubrieron: flotando en uno de los depósitos había un hombre vestido que se había ahogado. Superada la primera impresión intentó descubrir quién podía ser. Pronto lo averiguó: la presencia de un perro que, asustado acudió a lamerle, le dio la pista; pertenecía a un pastor que vivía a las afueras, al lado de las fraguas. Asustado volvió corriendo al pueblo a dar la voz de alarma. Pasó por delante de la casa del ahogado y dudó en decírselo a su mujer; finalmente, con mucho temblor lo hizo: ella y sus hijas tenían que ser las primeras en enterarse antes que la voz de lo ocurrido pusiera a la gente en alerta.

Aquella mañana la vivió el pueblo con gran inquietud y zozobra, Conocido el nombre del ahogado todos hacían cábalas de qué le pudo pasar. Unos decían que tal vez quiso coger agua del pequeño caño que caía al depósito y, al hacerlo, perdió el equilibrio y se cayó. Otros, en voz baja, cuchicheaban que tal vez se había tirado intencionadamente para quitarse la vida; él era un hombre sencillo pero con algunos problemas que solamente la familia conocía. Pasados los primeros momentos del suceso, cuando el alcalde y el juez de paz se presentaron en el lugar, hubo voces que decían que aquello era peligroso, sobre todo para los niños si se asomaban, y pidieron que fueran vallados. ¿Y qué hacer con el agua? se preguntaban algunos. Ahora que la tenían abundante habría que beberla sabiendo que un hombre se había ahogado en ella. Muchas personas ponían cara de repulsa y hasta sentían náuseas. Pero ¡cómo se iba a tirar toda esa agua al río con lo que había costado almacenarla!

El juez de paz autorizó a sacar el cadáver que la misma agua había llevado a un rincón. La familia quería llevárselo a casa, pero el juez no lo autorizó hasta que el médico forense de Cariñena no le hiciera la autopsia, por lo que el alcalde ordenó que lo llevaran al cementerio y lo dejaran en el depósito. Se hizo el atardecer y el forense no llegaba. La esposa y las hijas clamaban al cielo. Se echó la noche encima y aquello seguía igual. El juez de paz llamó a los quintos de ese año y les ordenó que hicieran guardia en el cuarto que había enfrente del depósito para que nadie entrara en él. Allí pasaron la noche hasta que, mediada ya la mañana, se presentó el forense y pudo realizar su trabajo. Pocas personas supieron la verdad de lo ocurrido.

El suceso tardó tiempo en olvidarse. Los ansiados depósitos siguieron cumpliendo su misión de almacenar el agua y llevarla a todas las casas una vez instaladas las diferentes conducciones. Las mujeres ya no tenían que ir a la fuente por obligación, aunque el lavadero siguió durante mucho tiempo empleándose hasta que los electrodomésticos entraron paulatinamente en los domicilios. Ya se podía uno duchar como hacían las personas en la capital. ¡Qué transformación sufrieron las viviendas! La mecanización agrícola se llevó paulatinamente las caballerías y se eliminaron las cuadras con su estiércol fermentando; las casas ganaron espacio y salubridad y los corrales se fueron convirtiendo en una sala más de la vivienda. Poco a poco el butano y la electricidad le ganaron la partida al fuego y a su cadiera, perdiendo las cocinas su encanto para convertirse, salvo excepciones, en monótonas salas sin personalidad. También comenzaron a desaparecer los graneros en donde de niños jugábamos con la ilusión puesta en hadas y príncipes, y con ellos se fue el olor a tamo del trigo almacenado y a la fina harina que la madre convertía en sabroso pan. Se fue el paisaje de los jamones colgados junto a los chorizos, longanizas y güeñas que los gatos intentaban robar; todo aquello es ya historia y su recuerdo pone cierta nostalgia emocionada.

Por ello, al construir la cabaña quise que, junto al fuego y su chimenea, hubiera un banco en donde sentarme y poder arrimar las manos a la lumbre cuando las mañanas frescas de otoño traían humedad a los campos. Contemplando el chisporreteo de las llamas que los sarmientos secos producían, recordaba las historias y cuentos que en alargadas veladas me contaba mi madre mientras los pucheros y perolas iban transformando su contenido en sabores y olores que nunca se olvidan.

Y más tarde llegaron al pueblo las piscinas. Ubicadas en donde estuvo el campo de fútbol posibilitó que los niños y jóvenes aprendieran a nadar y a los mayores poder gozar chapoteando. En mi infancia no podíamos hacerlo, únicamente algunos pequeños estanques de los huertos, cuyas aguas contenían abundante pan de rana, eran los lugares elegidos clandestinamente para remojarnos. Algunos veranos, si el riachuelo del Muro no se secaba, se formaban en su curso algunas pozas que nos cubrían hasta la cintura. En una de ellas, conocida con el nombre de la balsa Paula, junto a la tapia de la huerta Sanjuán, un grupo de olmos y chopos convertía el paraje en un pequeño oasis. En ese remanso, sin traje de baño (taparrabos lo llamábamos), completamente desnudos, (qué placer para los nudistas), gozábamos en los días de calor sofocante del frescor de un agua transparente que la podías beber sin temor a enfermar, aunque por la superficie de la balsa vieras pasear a los rápidos insectos zapateros. Sin embargo, el agua que llegaba al aljibe de mi cabaña ya bajaba contaminada de las nubes. Son tantas las partículas que flotan en la atmósfera que al ser limpiada por ella se convierte en ácida y deja su señal en las hojas de los árboles. La naturaleza es sabia y regenera los desechos que ella produce, pero el hombre moderno se lo está poniendo difícil para que cumpla su misión. ¡Agua, agua en algodón nacida, en tu deambular viajero no te olvides del sendero por donde vaya mi vida!


La fuente Vieja (1985).



Depósitos de agua (2002).

No hay comentarios:

Publicar un comentario