viernes, 1 de julio de 2016

CAPÍTULO IX

Capítulo IX
Un nuevo opositor salió al pasillo. Tan ofuscado iba que ni vio ni oyó a Jaime cuando le preguntó por su actuación. Se levantó del banco y siguió sus pasos. Le tocó la espalda y se volvió con rapidez.
-No te asustes, que soy tu amigo -le dijo sonriente.
-Perdona Jaime, no te había visto.
-Supongo que aprobarás la oposición.
-Aprobarla sí, pero no sé si conseguiré la plaza que deseo. Ya sabes que soy de Vera de Moncayo y me gustaría ejercer en Tarazona.
-¿No aspiras a hacerlo en Zaragoza?
-Con la puntuación que tengo lo veo imposible. Esa plaza os la disputaréis entre tú y mi amigo José.
-¿De verdad lo crees así?
-Los dos estáis muy igualados; el tercero ya tiene dos puntos menos que vosotros. Por lógica, la plaza será para ti o para él
-¿Te ha preguntado algún miembro del tribunal?
-No, no. Bueno, el inspector ha hecho un comentario cuando he leído que en mi escuela no permitía que los chicos se insultaran. Pero nada más.
Se despidieron con un abrazo deseándose suerte. Jaime volvió al banco y siguió con sus recuerdos.
...Ay, amor. ¿Recuerdas? El nuevo curso estaba a punto de comenzar. El verano, en casa de tus padres, había transcurrido tranquilo y feliz con visitas continuas a la piscina en donde la refrescante agua ponía en tu vientre relajación y ánimo. Septiembre prolongó el calor de agosto y faltaba una semana para que las cuentas del embarazo se cumplieran. Pedí permiso al alcalde y retrasé el comienzo del curso tres días. No sé qué podrían opinar los vecinos, pero tu inmediato alumbramiento no quería perdérmelo. Vivir el acto trascendental de escuchar el primer llanto, el primer aliento de vida del bebé –desconocíamos si sería niño o niña-, era lo suficientemente emocionante para dejar de vivirlo juntos.
El parto llegó de madrugada, en ese indeciso instante en el que las sombras de la noche se confunden con la luz del día. A los primeros espasmos, anunciadores de otros más seguidos, llamé a la comadrona que nos recomendó acudir con rapidez a la clínica; allí acudiría ella. Yo, más nervioso que tú, iba de un lado a otro de la casa, junto a tu madre, recogiendo lo que ya tenías preparado para cuando llegara la ocasión. Llamé a un taxi por teléfono y cuando bajamos a la puerta de la calle ya nos esperaba. “Rápido, rápido”, le dije al taxista al ver que tus gestos de dolor se repetían con más frecuencia. Atravesamos la ciudad y llegamos a la clínica San Juan de Dios. ¡Sorpresa!: la comadrona ya nos esperaba en la puerta. Una monja amiga nos llevó a una habitación en donde los rojizos rayos del sol penetraban con violencia. Bajamos las persianas y encendimos todas las luces. Tú seguías con dolores pero no te quejabas. La comadrona inspeccionó con cuidado tu vientre y te dijo sonriente mirando su reloj.
-¡Ánimo, Pilar! Ya está encajada la criatura, dentro de media hora vas a ser madre.
Te dio dos pastillas oxitócicas y te las pusiste debajo de la lengua. Tu madre te daba ánimos y yo te sujetaba una mano pensando que mi calor te ayudaba. Los espasmos eran seguidos y la comadrona te indicó la posición adecuada en que debías colocarte. El momento era inminente: tu cara enrojeció por el esfuerzo mientras tus manos presionaban con más fuerza las mías. ¡Cuánto temblor! ¡Cuánto misterio! A la mente me vinieron las escenas del hijo prematuro que perdimos pero las aparté inmediatamente. ¡Cuántos recuerdos innecesarios recrea el cerebro en un segundo de situaciones complicadas! Sentí un leve mareo que enseguida superé. Tenía que ser tan valiente como tú y no defraudarte; no quería perderme el instante supremo en el que nuestro fruto, ya maduro, saludara con un llanto su entrada en la vida. De pronto, la comadrona, rota ya la bolsa amniótica, exclamó:
-¡Venga, un último esfuerzo que ya asoma la cabeza!
Ay, amor. Cerré los ojos un instante; cuando los abrí ya estaba la cabecita fuera. Desde ese momento todo fue rápido. Anonado, como ausente, me quedé sin habla. Fue tu madre la que gritó:
-¡Es una niña y está toda entera!
-¡Y qué guapa es! –añadió la comadrona.
Y aquella bola sonrosada, envuelta en una fina capa grasosa, comenzó a llorar con finos lamentos de llamada. Le cortaron el cordón por el que unida a ti había recibido su alimento y tú la miraste con satisfacción: el milagro de la vida se había hecho realidad. Pasados dos días fue bautizada en la capilla de la clínica rodeada de numerosos familiares; solo faltabas tú, la verdadera protagonista, que por orden de la comadrona permaneciste en la habitación. Tu hermana, que fue la madrina, contestó al sacerdote cuando le preguntó:
-¿Qué nombre se le va a poner?
-María Pilar -respondió emocionada.
Así lo habíamos acordado. Si era niño llevaría mi nombre; como fue niña se le puso el tuyo. Ya había dos Pilis en la casa.
Con el nuevo curso vinieron maestras nuevas. La que había de párvulos participó en el Concurso General de Traslados y le adjudicaron una plaza en su tierra santanderina; la sustituta era la primera escuela en donde iba a ejercer. Su compañera, ya propietaria definitiva, había estado dos cursos en diferentes pueblos de la provincia de Teruel. Las dos, más jóvenes que yo, vivían juntas en una de las casas de los funcionarios. A la toma de posesión vinieron acompañadas de sus respetivas madres, ansiosas por conocer cómo iban a establecerse sus hijas.
Los primeros días se sentían inquietas y preocupadas. La parvulista, al tener que atravesar la calle central del pueblo para ir a la escuela, se sentía observada por miradas ocultas que a través de ventanas y puertas semiabiertas escudriñaban sus vestidos y andares. A los diez días ya se había ganado la confianza de las madres que, sonrientes, le entregaban los niños a su paso y caminaban con ella a clase. La otra maestra, al tener la escuela al lado de casa, junto a la mía, se evitaba esas miradas furtivas que tanto molestan al principio.
Yo vivía con el pensamiento puesto en la niña y en mi esposa. Solitario en la casa, me sentía un tanto sonámbulo; únicamente los niños en la escuela ponían en mi vida algo de alegría. Eran también muchas las mujeres que se acercaban a preguntar por mi hija y su madre, al mismo tiempo que me traían las primeras frutas de la temporada que, extendidas en el granero, ponían en la casa ese olor especial que tanto nos agradaba. La esposa del médico me insistía para que comiera con su familia; le agradecí su interés pero prefería la tranquilidad del mediodía para saborear la comida sencilla que yo me preparaba; luego, contemplando la huerta a través de la ventana, escuchaba las noticias de Radio Zaragoza. Un día a la semana esperaba con interés las crónicas que el profesor y escritor Ildefonso Manuel Gil, nacido en Paniza y vecino de la cercana Daroca, enviaba a la emisora desde Nueva York. Sus palabras, oídas desde la distancia, eran un alimento espiritual que saciaba en parte la soledad de que pensar en forma distinta a lo establecido era algo arriesgado. Su voz sincera y apasionada -a punto estuvo de ser fusilado en la cárcel de Teruel cuando la vida dependía del color de mirarla- era la de un hombre que por fin había encontrado un lugar en donde podía realizarse como profesor sin encontrar cortapisas.
Leer. Leer e interiorizar lo leído era la meta que yo quería que alcanzaran mis alumnos. Pero la escuela estaba huérfana de libros infantiles y juveniles, y en el pueblo no existía biblioteca. Los libros que hallé en el viejo armario acristalado eran en su mayoría lecturas de contenido religioso con mucha moralina simplista. La editorial Escuela Española parecía tener en exclusiva al inspector Agustín Serrano de Aro por la cantidad de libros que con su firma publicaba (Hemos visto al Señor, Un regalo de Dios, El campesino piadoso, Yo soy español...). El más deteriorado –había cinco ejemplares-, también editado por Escuela Española, era Lecturas de oro de Ezequiel Solana. Este libro, que leí de niño en la escuela con mucho entusiasmo cuando tenía ocho años, y aprendí de memoria las moralejas que cada lectura tenía, me parecía ahora extraño y ñoño. Yo quería libros en los que los protagonistas fueran niños de carne y hueso, con aventuras de su edad, donde las situaciones presentadas les obligaran a tomar partido con decisiones que invitaran a pensar; cuentos que aumentaran su capacidad para imaginar, o simplemente le sirvieran para pasar momentos agradables: no quería protagonistas que arreglaban sus problemas con una oración o un milagro.
La solución me la ofreció el Ministerio de Educación con las llamadas bibliotecas itinerantes, las famosas BIC que bimensualmente se renovaban. Solicité su implantación, y aunque el primer envío tardó en llegar lo recibimos con mucho entusiasmo. Aquellos primeros libros se repartieron entre los alumnos que se los llevaron a casa; no solo los leían ellos sino también otros miembros de la familia. Y hasta el cartero, enterado de que aquellos paquetes que de tiempo en tiempo nos traía a la escuela eran libros de lectura, me rogó que le prestara alguno. Y así fue cómo libros famosos de aventuras, junto a novelas juveniles –las andanzas de Los Cinco de Enid Blyton estaban de moda- entraron a formar parte de la escuela y del pueblo.
Si conseguir que el niño se aficione a la lectura con placer es importante, igualmente lo es que se atreva a escribir, a manifestar lo que siente, a convertirse en escritor. Yo quería conseguirlo; era complicado pero no imposible. Son muchos los maestros que mandan realizar ejercicios de redacción como un trabajo ocasional para tener entretenido al alumno, redacciones que a veces no eran corregidas ni devueltas. ¡Qué equivocación! Escribir, como ejercicio de creatividad, requiere darle la importancia que merece; motivar al alumno suficientemente para que descubra que él también puede ser autor.
Haciéndole observar el escenario que le rodeaba, trabajé la técnica de la descripción como punto de partida: Así es mi clase, Así es mi casa, Así es mi perro, Así es mi padre... fueron diferentes ejercicios que me sirvieron para que el niño mirara lo que estaba cerca de él aprendiendo a distinguir los detalles que muchas veces no detectaba. Al describir su clase o su casa, a un animal o a una persona, le exigía que no se limitara a nombrar las cosas como si realizara un inventario; tenía que ponerles un apellido diferenciador: el adjetivo calificativo; una mesa baja, estrecha, nueva, sucia...; una pared blanca, ennegrecida, rayada...; un padre alto, grueso, moreno... convertía en particular lo que todos generalizaban.
Terminadas las redacciones descriptivas, una por semana, comencé a trabajar con las de diálogo y la narración El niño, antes de expresarse por escrito lo hace de forma oral. No nos es dificultoso acostumbrarle a que escriba lo que habla en una conversación entre él y otra persona como si fuera una obra teatral, diálogos cortos pero que tuvieran principio y final; de esa forma, al mismo tiempo que aprendía a diferenciar los tiempos de una conversación, se acostumbraba a emplear el guión que da entrada a cada frase.
Narrar es más complicado, pero empezando por hechos en los que él ha sido protagonista simplificaba las dificultades. Al alumno le gusta contar qué le pasó el primer día que asistió a la escuela o qué sintió cuando subió al tren para ir a la capital; diferentes vivencias que, aunque al principio le cuesta plasmarlas por escrito, con ayuda y constancia lo consigue.
A cada ejercicio le daba tres calificaciones: por contenido, en la forma de expresarlo y en ortografía. Devueltos los trabajos tenían que pasarlos a limpio -sin cometer ahora errores ortográficos ni de concordancia- en un cuaderno específico que cada uno tenía y que llevaba el nombre de “Mis escritos”. Como complemento al trabajo, resultaba interesante que dibujaran algún motivo relacionado con el tema. ¡Con qué orgullo guardaban ese cuaderno y cómo se lo enseñaban entre ellos intentando cada día mejorar!
Si la lectura silenciosa es importante, no lo es menos la realizada en voz alta. Al hacerlo se persiguen dos cosas: perder el miedo a expresarse públicamente y aprender a dar el tono adecuado a cada expresión. Y si lo que se lee son poemas (corregidas las tentaciones naturales de realizar pausas al final de cada verso, aunque no haya signo alguno que lo indique), obligaba a que lo memorizaran como un trabajo extra: aprendían un texto que ya no iban a olvidar. La declamación, acompañada del gesto y el tono adecuado, es un ejercicio de expresión oral y corporal muy formativo, a la vez que divertido, que desarrolla y educa el oído, fortalece los órganos vocales, aviva la atención y enriquece la memoria y la inteligencia.
Y junto a la declamación el canto colectivo. Aquí, toda la clase es protagonista al unísono. Un día a la semana dedicamos una hora a cantar canciones populares. Es tan extenso el repertorio que todas las regiones españolas tienen sus predilectas. La maestra me prestó un libro, publicado por la Sección Femenina, en donde aparecían la letra y música de las canciones más conocidas de cada provincia. Mis conocimientos musicales no son profundos, aprobé la asignatura memorizando las lecciones que doña Ramona, una profesora surrealista a cuya oscura casa, en la calle Méndez Núñez de Zaragoza, acudíamos muchos estudiantes de Magisterio a solfear y también en busca de diversión. Allí, en un ambiente desenfadado y algo libertino, nos enseñaba las lecciones del examen con los sonidos de un viejo piano al que las notas ya se le escapaban, asustando a los numerosos gatos que le hacían compañía. Pero para las canciones tenía un oído muy fino y enseguida las tatareaba; mi voz, educada en la época de monaguillo por el sacerdote del pueblo, sabía dar la entonación adecuada en cada momento.
A los niños les agrada mucho cantar. Cada semana copiaban en sus cuadernos la canción que les escribía en la pizarra y la memorizaban. Poco a poco, repetición tras repetición, entraban en la dinámica del aprendizaje y la clase se convertía en un original auditorio: las voces, a veces algo desafinadas, se escapaban por las ventanas revoloteando en los tejados de los edificios cercanos.
-¡Otra vez, otra vez! –me pedían a coro.
Y la repetíamos una vez más hasta que llegaba la hora de salida y seguían tatareándola por las calles.
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? Me decías que, cuando cantábamos, nos oías desde casa y acompañabas con tu voz nuestras tonadas. ¡Qué valiosa soprano se perdió cuando aquella profesora amargada del instituto Miguel Servet de Zaragoza golpeó con el libro de solfeo tu cabeza, recriminándote que desentonabas! En su frustración no se dio cuenta que tu voz era distinta, que en ti estaba el germen de una solista que, debidamente educada, podía alcanzar grandes metas. Pasado aquel enfado seguiste cantando a tu manera, escuchando por la radio tus canciones favoritas, fragmentos de ópera y romanzas de zarzuela. Y también jotas. El hermano de tu padre, el tío Mariano, dirigía el grupo artístico “Alma de Aragón” con las mejores voces de joteros y joteras de la época. A su casa, situada al lado de la posada Las Almas en la calle San Pablo, acudían a ensayar el campeón de Aragón José Oto y su novia Felisa Galé; Jesús Gracia, Mariano Fons... Y eran muchas las veces que oyéndoles cantar imitabas sus gestos a los que tu tío Mariano sonreía. Y en el colegio del viejo caserón de los Lanuza, junto al Mercado Central, también cantabas en la escolanía y en las zarzuelas que para las fiestas patronales se organizaban.
Pasó el tiempo y tu afición a cantar no desapareció. A veces me atrevía a acompañarte intentando formar un dúo en el que tu voz me arrastraba. Y ahora, son muchas los momentos que le cantas con suavidad y dulzura a la niña para que su entrada en el sueño sea feliz y pacífica: yo te escucho embelesado y me envuelvo sin querer en el aleteo de tus sonidos alargados.
Por eso, cuando tuve en mis manos el magnetófono que el sacerdote había comprado para la iglesia, se lo pedí y pude grabar tu voz y escucharla cuando quisiera. Cantaste de todo: romanzas, coplas, jotas, canciones populares... Te vi emocionada y satisfecha, y cuando el domingo al mediodía, concluida la misa mayor, puso el sacerdote la grabación por los altavoces de la torre, un emocionante escalofrío recorrió todo mi cuerpo al mismo tiempo que tu voz se expandía por las laderas y por la llanura de la huerta. Nadie sabía quién era la que cantaba. La última canción, “Granada”, la entonaste con tanto brío y emoción que los vecinos se miraban extrañados buscando algún parecido. Al terminar se pronunció tu nombre; fue entonces cuando la gente, sorprendida, comenzó a mirarte de forma distinta. Al día siguiente, en la escuela, se acercó un niño a mi mesa y, algo avergonzado, me dijo:
-Me ha dicho mi madre que le diga que su esposa canta muy bien. Que le dé la enhorabuena.
Desde aquel instante pensé cuánto mejor sería que fueras tú quien les enseñara las canciones a los niños en la escuela.

Iglesia de Manchones

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