viernes, 1 de julio de 2016

CAPÍTULO X

Capítulo X
El opositor que abrió la puerta salía algo distraído y no vio a Jaime que lo observaba. Se marchaba sin saludar, pero bruscamente dio media vuelta y le dijo:
-Perdona, no te había visto. Soy de Calahorra y no conozco a los maestros zaragozanos.
-¡Calahorra, Calahorra, con sus espárragos y alcachofas! –exclamó Jaime con cierta emoción-. No conozco la ciudad pero la he colocado en la lista detrás de Zaragoza. ¿Qué tal la vida por allí?
-Muy bien. Yo ejerzo en Ausejo, un pueblo cercano, y aspiro también a tener allí una plaza.
Jaime sonrió, le dio la mano y se despidieron. Sus nervios iban aumentando. Se acercaba el momento y quiso serenarse recordando las últimas vivencias de Manchones.
Mi amistad con el sacerdote se acrecentó con el paso del tiempo. No era el clásico cura de misa, rosario y tertulia. Su vocación tardía tenía la ventaja de haber vivido con naturalidad las situaciones que todo adolescente y joven atraviesa. Incluso los problemas que un Estado dictatorial lleva consigo no le eran indiferentes; el que algunas personas vieran en Franco a un ser superior, que estaba por encima del bien y del mal, no le agradaba; y en conversaciones privadas me sorprendía con afirmaciones políticas de izquierda, hablando de los derechos de los trabajadores a un salario justo. “Cristo –me comentaba- revolucionó a la sociedad de su época poniéndose al lado de los débiles y necesitados. Su mensaje continúa vivo y hay que expresarlo con obras. Esta es la idea que quiero transmitir a la gente –me explicaba un tanto preocupado- cuando en los sermones dominicales les hablo de los deberes del cristiano”. Este pensamiento me trajo el recuerdo del sacerdote Domingo Laín, paisano mío, que cantó misa el curso pasado y me invitó para que le leyera la epístola. Él también me habló de estar al lado de los pobres y marginados, y hasta sopesaba abandonar España e irse a misiones, bien a África o a países hispanoamericanos.
Al sacerdote, sus inquietudes le llevaban hasta opinar negativamente sobre cierto sector de la jerarquía eclesiástica que se sentía molesta por las reformas que el Concilio Vaticano II preparaba. En el pueblo, al no tener con quien comentar estos hechos, venía frecuentemente a la escuela a hablar conmigo cuando, terminado el horario de la tarde, esperaba la llegada de los adultos que durante el largo invierno asistían a clase para conseguir el Certificado de Estudios Primarios.
La casa parroquial en donde vivía era la única del pueblo que tenía agua corriente; un motor la elevaba desde la acequia del jardín hasta un depósito situado en la parte alta. Este hecho le hacía sentirse un privilegiado y en algunos aspectos le molestaba; más de una vez me ofreció su cuarto de baño por si quería ducharme, acción que únicamente realizaba de trimestre en trimestre en las vacaciones; el resto del curso tenía que suplirlo con lavados encima de un grandioso balde de zinc. Su casa, de construcción reciente, resaltaba la fachada de ladrillo rojo a caravista en contraste con las paredes de tapial blanqueadas del resto.
Un día me comentó que quería animar a los jóvenes a representar una obra de teatro para todo el pueblo. Y como sabía que yo practicaba con ellos, en la clase de adultos, la experiencia de teatro leído, me sugirió si podría encargarme de la dirección. Su propuesta me gustó y así se les comuniqué a los alumnos que acogieron la idea con enorme entusiasmo. El sacerdote estaba muy bien informado sobre las obras teatrales que habían tenido éxito en los últimos tiempos y me entregó tres títulos para que eligiera el que creyera más oportuno. De ellos -La herida luminosa, La barca sin pescador y La muralla- elegí la obra escrita por Joaquín Calvo Sotelo por creer que era la más apropiada para el momento. El protagonista, un hombre enriquecido a costa de apoderarse de propiedades ajenas, aprovechando su influencia política en la época de la guerra y posguerra, tiene una crisis de conciencia y está dispuesto a devolver lo que consiguió por medios ilícitos. Sus familiares y amigos se oponen y forman una muralla ante él a la que se enfrentará con todas sus fuerzas.
En esta empresa embarqué también a las maestras para que copiaran los papeles e hicieran de apuntadoras Y hasta mi esposa y la del médico colaboraron en la preparación de los decorados y aportando mobiliario para el escenario. La representación fue un éxito, y más de un noviazgo salió de aquel trato diario que los jóvenes tenían en los días que duró el ensayo. La representamos también en los pueblos cercanos de Murero y Villafeliche y posteriormente en Daroca, donde estuvo precedida de una situación pintoresca. Ya entraba el público al salón cuando apareció entre bastidores un señor preguntando por el director de la obra. Al comunicarle que era yo me exigió que le mostrara el documento de autorización con el correspondiente recibo de haber pagado la cuota de la Asociación de Escritores Españoles, condición obligatoria para que el acto tuviera lugar. Ante mi ignorancia le dije que la representación la avalaba el sacerdote de Manchones, él podría informarle. Puso muchos inconvenientes y hasta me anunció una denuncia que iba a diligenciar en el cuartel de la Guardia Civil. Los jóvenes actores, al enterarse de esta circunstancia, rodearon al personaje y con mirada amenazante le dijeron:
-Usted ponga la multa que ya la pagaremos entre todos. Pero, por favor, márchese; el público quiere vernos y la representación tiene que comenzar
-Muy bien –contestó airado- Pondré la multa y me aseguraré que se le dé curso.
Pasados los momentos de nerviosismo la obra se interpretó con toda normalidad y el numeroso público agradeció con sus aplausos el esfuerzo que los mozos y mozas de Manchones habían realizado. Pasó el tiempo y nadie nos comunicó que habíamos sido denunciados. Luego supe que aquel improvisado policía era un resabiado falangista que conocía el argumento de la obra y no era de su agrado que se mostrara en público lo que había sido el obrar de muchos de los llamados salvadores de la patria. Si el protagonista encontró en la familia la muralla a derribar para tranquilizar su conciencia, aún quedaban otras murallas que nos impedían a muchos el progresar con armonía.
No todos los pueblos tienen funcionarios; en Manchones éramos siete: médico, practicante, veterinario, secretario del Ayuntamiento, un maestro y dos y maestras. El médico y el veterinario eran los únicos que tenían vehículo propio para desplazarse a los cercanos pueblos de Murero y Orcajo que también atendían. La vida del médico era muy esclava; las veinticuatro horas del día, durante toda la semana, tenía que estar disponible. Eran muchas las noches que unos golpes en el picaporte de la puerta de su casa le avisaban de una urgencia. Y allí se encontraba él, solo ante el peligro o acompañado del practicante, sin apenas medicinas, para poner tranquilidad a un enfermo que sufría. Los vecinos le pagaban por esta atención permanente una pequeña cantidad que la llaman “iguala”, pero que si careciera de vocación no se sentiría satisfecho. Con el médico tenía una estrecha relación; habíamos nacido en el mismo pueblo y esto siempre une. A la escuela vino varias veces a hablarles a los niños que le realizaron una entrevista para el periódico escolar cuando la vacuna de la poliomielitis se hizo obligatoria y algunas madres recelaban. En su casa pasamos mi esposa y yo mucho tiempo en esos atardeceres invernales en el que el frío no nos dejaba pasear. A ella acudían igualmente las maestras, el veterinario y esposa, y a veces el sacerdote; las conversaciones, las bromas y los cafés hacían que nos sintiéramos como una gran familia en la que penas y alegrías no tenían secretos: interminables partidas de cartas y de parchís hacían que la monotonía del tiempo no fuera tan agobiante.
El veterinario también tenía su “iguala” para aquellas personas que poseían ganado y caballerías. Sin embargo, la disminución progresiva de los animales le preocupaba. Los tractores ya aparecieron y los campesinos humildes buscaban en la emigración la solución a tanto desamparo; se cerraban casas y con ellas desaparecía el ganado y los abríos; esta circunstancia le hacía pensar que sus días en el pueblo estaban contados. En la última feria de Daroca ya se dejó sentir este problema: los tratantes y ganaderos habían descendido considerablemente, el futuro era en la mecanización que traía consigo la disminución de la mano de obra.
El secretario del Ayuntamiento era el único funcionario con el que, a pesar de tener dos hijos en edad escolar, sólo mantenía con él la relación normal de convivencia. Desde el primer momento descubrí que no era persona en quien confiar; su actitud era la de un vigilante que quería controlar nuestros movimientos y hasta nuestras conversaciones. En ocasiones, como viejo falangista, lucía la camisa azul; y aunque le faltaba una pierna, sustituida por otra de palo, se movía con una ligereza digna de admiración, no teniendo inconveniente en jugar un partido de pelota a mano desafiando a la fuerza de gravedad. El curso pasado, que toda España celebró el final de la Guerra Civil bajo el eslogan de XXV Años de Paz, se acercó a la escuela para preguntarme qué pensaba hacer con los niños para conmemorar el acontecimiento. En el Ayuntamiento habían recibido unos folletos con la imagen de Franco recordando que el uno de abril de 1939 llegó a nuestro país la paz tras una cruel lucha. Y animaba a la corporación municipal a programar algún acto público como recuerdo de tan señalada fecha.
-Todavía no lo he pensado -le contesté un tanto inquieto-, pero algún trabajo realizaremos.
Bien a gusto le hubiera preguntado:
-¿Usted cree que la Paz se instauró en España desde aquel día? ¿Por qué, entonces, se siguió fusilando por actos de guerra o por ideas políticas durante los años siguientes sin que los acusados pudieran defenderse en un juicio justo con todas las garantías? ¿Por qué muchas personas que se exiliaron no se atrevían a volver a su patria por temor a ser encarceladas? ¿Era esto la verdadera Paz?
“Cautivo y desarmado el ejército rojo... –decía el bando pronunciado en Burgos el uno de abril de 1939- ...la guerra ha terminado”. Muchas armas desaparecieron, pero el miedo, los ocultos y exiliados seguían existiendo: el terror había ganado la partida. Y Franco celebró el XXV Aniversario cantando un Tedeum en la basílica del Valle de los Caídos.
La Escuela estaba abonada a celebrar las múltiples conmemoraciones que la Iglesia o el Estado ordenaban: día del Caudillo, día del Dolor, del Estudiante Caído, de la Victoria... Día del Domund, del Seminario, de la Santa Infancia... Sin embargo, la Fiesta del Trabajo, que se celebraba el Primero de Mayo en toda Europa, aquí era todavía un imposible; fue el año pasado cuando se autorizó por primavera vez bajo el nombre de San José Artesano. Para Franco, esa fiesta tan universal de los trabajadores era propia de los países comunistas a los que había que despreciar. Y para conmemorarla subvencionaba a los Coros y Danzas de todas las provincias, que acudían en dicha fecha a Madrid, al estadio Santiago Bernabéu, a rendir pleitesía a él y a toda su familia.
Mientras tanto, el tiempo estacional seguía su ritmo cotidiano. Abril se había portando amablemente haciendo que en la huerta los árboles frutales hincharan sus yemas. Si las temperaturas no retroceden pronto podrán lucir sus galas. Y de la ladera cercana a la escuela se escaparán, como siempre, los aromas frescos del tomillo y del romero que pondrán en el ambiente la alegría de una nueva primavera. En ese tapiz multicolor, donde los insectos, lagartijas y aves esteparias tienen su paraíso, los campesinos se afanan en mimar una tierra de la que esperan mucho, aunque siempre suspirando que no llegue una helada tardía y se lleve el incipiente fruto
Mis alumnos también notan este despertar violento. Sus juegos son más agresivos y el sudor se deja sentir en el aula que ya abandonó la estufa. Estamos en el último trimestre y hemos comenzado con los trabajos extras para la exposición de fin de curso: queremos mostrar a todos los padres lo mucho que hemos trabajado. En el suelo del frontón realizaremos una exhibición gimnástica en la que los niños lucirán los pantalones blancos deportivos que sus madres les han confeccionado como si fueran calzoncillos Y hasta un festival de canciones y poemas pondrán un punto de esperanza a la libertad que muchos anhelamos.
Y Bienvenido seguía soñando, pero menos.
La población de Manchones disminuye lentamente. Como una fuga invisible que no deja rastro, pero cuyas consecuencias se sienten, el pueblo se iba encogiendo. La emigración temporal, que el padre de familia realizaba, se está convirtiendo en definitiva arrastrando tras él a todos los demás miembros. Muchos vecinos acudían a mi casa para que les tradujera del francés la carta que habían recibido de su patrón explicándoles el contrato de trabajo al que se comprometían, compromiso que les iba a servir para ahorrar algunas pesetas y cancelar deudas acumuladas. O la angustiada visita que la señora Josefa, analfabeta y viuda, me hizo para pedirme con mucha bondad que le escribiera una carta a su hijo, soltero y mayor, del que hacía más de tres meses no tener noticias. Cuando recibió respuesta volvió a visitarme para que le leyera la misiva y me trajo dos docenas de hermosos huevos, un bote de mermelada y lágrimas de agradecimiento. También los había que llevaban trabajando en Suiza o en Francia más de tres años, y cuando volvían para las vacaciones alardeaban de un gran coche que paseaban constantemente por el pueblo. Pocos vecinos conocían que ese coche, de segunda mano, era un vehículo alquilado por una temporada. Pero esa apariencia externa que mostraban de vivir en la abundancia cuando aparecían por el pueblo, motivaba a los indecisos a aventurarse al duro peregrinar de la emigración.
Con los jóvenes y mozos solteros mi relación fue aumentando. Cuando vieron que había conseguido del Ayuntamiento la instalación en el frontón de unas porterías movibles de balonmano y dos canastas de minibasquet para los niños, me propusieron que convenciera al alcalde para que en unos terrenos municipales improductivos, situados junto a una rambla, se adaptaran y convertirlos en un pequeño campo de fútbol. Y lo conseguimos. Allí trabajaron intensamente en horas extras hasta convertir aquella barranquera en una explanada, algo inclinada, pero que servía para disputar partidos. Lo inauguramos con toda solemnidad el quince de mayo, San Isidro, fiesta que los labradores del pueblo conmemoraban. Y se hizo con un emocionante encuentro entre casados y solteros, vestidos con ropa corriente de calle, en el que fui uno de los participantes.
...Ay, amor. Qué sana y robusta se cría la niña. Pero qué esfuerzos y cuidados para que su cuerpo desnudo, todo brillo, no pierda su esplendor. Todas las horas del día son pocas para atenderla, para que su vida de ensueño siga el curso que los astros le marquen. Si llora, porque llora; si duerme mucho, averiguar el ritmo de su respiración. Y cada tres horas el momento solemne de saciar su hambre trasladándole de tus pechos el dulce alimento reparador. ¡Con qué afán buscaba el dulzor húmedo de los pezones! Desde el primer momento, tu instinto te alertó cuál era la posición más cómoda y cuánto tiempo debía durar. A veces, su glotonería le hacía devolver parte de lo tragado y tú, con mucho cuidado, procurabas evitarlo.
Pasados cuatro meses de un mamar continuo, único alimento que la niña recibía, te recomendó el médico el inicio de las papillas. Y tú misma las preparabas tostando harina de trigo y mezclándola con leche hervida, formando una suave masa. Qué estampa más bonita: tú, sentada en una silla de asiento bajo; la niña, encima de tu regazo, sacando la lengua e intentando engullir, como un pajarillo, la comida que le introducías en su boquita. Terminada la ceremonia me la entregabas con cuidado para que yo, apoyándola sobre mi pecho, le hiciera expulsar esos aires que muchas veces le molestaban. En ocasiones le hervías granos de anís en agua y a pequeños sorbos se la tomaba.
¿Y los pañales? Encima de la mesa, dejando que sus piernecitas se movieran, la limpiabas con cuidado. ¡Qué lloros! ¡Con qué fuerza salía de sus pulmones el llanto-protesta! Pero al final, una sonrisa cautivadora ponía fin a la representación. Quedaba el quehacer, nada halagüeño, de limpiar los empapadores, de tenderlos, de que el viento los bamboleara y estuvieran preparados para otra emergencia. ¡Cuánto trabajo! ¡Cuánta esclavitud! ¡Cuánto amor! ¡Cuánta entrega! Ay, la niña: contemplando las vidrieras de sus ojos se saborea la magia de la ternura y del amor.

MANCHONES

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