miércoles, 20 de julio de 2016

CAPÍTULO II.- DOMINGO LAÍN SANZ

CAPÍTULO II

DOMINGO LAÍN SANZ

Según consta en su partida de nacimiento, Domingo Laín nació a las quince horas del dieciséis de marzo de 1940 en la casa de sus padres, Tomás Laín Espinosa y Francisca Sanz Deza, situada en la calle Zabal, cuyo nombre sería sustituido por la de Doctor Andreu; más tarde se trasladarían a la calle del Somontano, en la parte alta del pueblo. Su madre fue asistida en el parto por Arturo Lázaro Gonzalvo, que ejerció toda su vida profesional (practicante y barbero) en Paniza.
La familia de Domingo Laín Sanz, eran labradores de tipo medio, de una tierra de monocultivo que muchas veces el pedrisco, la sequía o el bajo precio de la uva, obligaban a ser austeros, como a la mayoría de los paniceros, en todos los aspectos de la vida. Su padre, Tomás, descendiente del pueblo vecino de Aladrén, y su madre, Francisca, eran muy trabajadores y religiosos. Tuvieron cuatro hijos: José, Elvira, Domingo y Mariano. Domingo fue bautizado por el párroco don Joaquín Borraz. Como todo niño de aquella época acudió a la escuela infantil de doña Juana Cebrián, una maestra sin título oficial, natural de Paniza, pero que conseguía que la mayoría de los niños que acudían a su casa, pasaran a la Escuela Pública sabiendo leer y memorizando la totalidad de las oraciones. En la nueva escuela tuvo como maestro a don Ildefonso Miranda casado con doña Maruja, también maestra en el mismo pueblo; un matrimonio sin hijos que se volcaron con entusiasmo en sus alumnos.

Seminario de Alcorisa.
Con diez años ya soñaba Domingo con ser sacerdote. Monaguillo desde los siete, fue el año 1951 cuando decidió marchar al Seminario de Alcorisa en la provincia de Teruel.
(Destruido el Seminario de Belchite durante la Guerra Civil, las autoridades eclesiásticas decidieron reestructurar el convento de los Padres Paúles en la localidad turolense de Alcorisa y dedicarlo para Seminario Menor, en donde estudiarían los latinistas antes de pasar al Seminario Mayor de Zaragoza).
Ello significaba que durante un curso escolar, desde septiembre a junio, Domingo no iba a volver al pueblo; una difícil prueba que muchos de los que la iniciaban no podían resistir. Su curso lo comenzaron setenta y dos alumnos procedentes de las diócesis de Zaragoza y Teruel. Con Domingo marchó del pueblo su compañero y amigo, José Sancho Hernández. La preparación para el ingreso, aunque era supervisada por el sacerdote del pueblo, don Alejandro Bello Lizama, la realizaron con dos seminaristas paisanos: Luis Cebrián prepararía a Domingo y Mariano Sancho a su primo José.
Los preparativos para tan importante viaje se iniciaron varios meses antes de la fecha fijada para la partida. Las familias de ambos ya llevaban cierto tiempo marcando las iniciales en la ropa que iban a llevarse, así como el número que tenían asignado. A medida que el día se acercaba aumentaba el nerviosismo en los dos niños por iniciar un viaje que, aunque corto en la distancia, iba a ser largo en el tiempo.
El día de la marcha fue muy especial: despedida casa por casa de todos los familiares y amigos, recogiendo alguna propina y, sobre todo, innumerables pruebas de cariño y amistad. Un colchón enrollado, un baúl lleno de ropa, sábanas y mantas, el orinal, que allí le llamarían “perico”, los cubiertos y una maleta con lo más necesario, era el voluminoso equipaje que saldría de sus casas para, tras sufrir dos trasbordos de baca a baca de autobús, llegar a su destino: Alcorisa.
La población bajoaragonesa, situada en el somontano ibérico, y atravesada por el río Guadalopillo, se halla al abrigo de un resalte rocoso muy característico y que facilita el escenario para la representación actual del Drama de La Cruz en Semana Santa. Sus 632 metros de altitud hacen que los inviernos sean a veces muy crudos (¡cuantos sabañones en los niños seminaristas¡) y pongan en peligro los olivos de cuyo fruto tan buen aceite se elabora. La llegada de cerca de 300 seminaristas era todo un acontecimiento para un pueblo de tres mil habitantes. Aunque la mayor parte del tiempo estaban dentro del seminario, sus paseos los jueves por la tarde, y sus excursiones por alrededores, eran cotidianos, sobre todo en tiempo de Navidad y Semana Santa.
La vida en el seminario era algo espartana. Se les intentaba capacitar en un espíritu fuerte para poder enfrentarse a situaciones complicadas. Levantarse a las siete, aseo (el agua en invierno se helaba con frecuencia) y la primera visita a la capilla; misa y desayuno para luego comenzar las clases; sobre todo Latín (de César a Cicerón; de Virgilio a Horacio formarían pronto parte de sus traducciones), Gramática Española, Música y Geografía e Historia. Matemáticas, menos; Historia Sagrada y Religión abundante. La comida era poca y de escasa calidad; los paquetes que algunos recibían de sus casas paliaba el hambre que en aquellos tiempos recorría España: el pan estaba racionado y un pequeño panecillo tenía que servir para todo el día. Y hasta era frecuente que grupos de seminaristas fueran por las casas pidiendo patatas, legumbres y otros alimentos que compensaran la gran penuria que en el seminario existía.
Por la tarde, estudio y más clases, algún descanso y después de cenar visita de nuevo a la capilla antes de acostarse. Del dormitorio a la capilla, de las clases al comedor; a todos los sitios se desplazaban en fila, nunca por parejas solitarias, y cubriendo sus cuerpos con un humilde guardapolvo que, cuando salían de paseo, era sustituido en algunas ocasiones por una sotana negra con botonería roja y un bonete con orla negra; una beca roja, con la imagen de la Inmaculada, colgaba de hombro a hombro. Una vez por semana, o cada quince días, el Padre espiritual les impartía charlas controladoras de sus acciones y pensamientos: duras sesiones que ponían a los jovencísimos seminaristas ante situaciones de conflicto sentimental.
Cuando Domingo comenzó los estudios eclesiásticos, los seminarios españoles estaban llenos de futuros sacerdotes. La mayoría procedían del mundo rural en donde los párrocos ejercían sobre sus monaguillos un dominio que era bien visto por las familias que veían en ello una salida a la falta de futuro que la posguerra retrataba. Sin embargo, eran también muchos los que, pasados tres o cuatro cursos, cuando la adolescencia se les despertaba, se daban cuenta que estaban embarcados en un recorrido para el que no tenían vocación, o consideraban que la exigencia y la disciplina eran muy fuertes y abandonaban. Meterse en un seminario a los once o doce años para estudiar una carrera que duraba doce, con una disciplina férrea en donde les inculcaban que el enemigo del hombre eran el mundo, el demonio y la carne (sobre todo la carne), hacía falta una verdadera voluntad y espíritu de sacrificio para llegar al puerto definitivo. De los setenta y cuatro que comenzaron el curso, no llegaron a la mitad a la hora de recibir el sacramento del sacerdocio. Muchos abandonaron el seminario en los primeros cursos, pero también lo hicieron otros cuando ya habían comenzado sus estudios de Filosofía, incluso alguno metido de lleno en la Teología
Leyendo hoy día el folleto que cada seminarista recibía sobre Urbanidad y Reglamento para Seminarios de la Archidiócesis de Zaragoza, publicado en 1945 cuando el arzobispo era D. Rigoberto Doménech, se comprueba con estupor que existían 245 artículos repartidos en más de 30 capítulos, divididos en seis secciones; todo un laberinto de normas y compromisos que los alumnos se comprometían a cumplir si no querían ser castigados.
Los 20 capítulos que tenía la Sección Cuarta estaban dedicados a normas disciplinares especiales que abarcaban desde los deberes para con Dios, los superiores, compañeros y criados, al comportamiento en el refectorio, la barbería, enfermería o la sala de visitas. El castigo era considerado como un medio o recurso pedagógico extraordinario para reintegrar al alumno el equilibrio moral alterado por la culpa, y avivar su voluntad de corregirse y perfeccionarse. Ha de ser como un aviso paternal del Superior acompañado de la exaltación a la piedad para con nuestro Señor, la Santísima Virgen y el Santo Ángel Custodio. El castigo más grave, a veces buscado por el alumno, era la expulsión.
La carrera sacerdotal estaba estructurada en aquella época en tres etapas que recibían el nombre de la materia fundamental de estudio: latinistas o humanistas, cinco cursos; filósofos, tres; y teólogos, cuatro. Los humanistas estaban, en aquella época, en lo que se llamaba Seminario Menor (desaparecido el de Belchite en la Guerra Civil se inauguró el de Alcorisa para tal fin), y los filósofos y teólogos ocupaban el Seminario Mayor en Zaragoza situado en la plaza de La Seo, junto al palacio Arzobispal, edificio frío y húmedo que cuando las nieblas que el cercano río Ebro expulsaba a su alrededor convertía al edificio en un misterioso fantasma.
En Alcorisa los seminaristas estaban bastante unidos, al menos los del mismo curso, y aunque apenas podían tener secretos, siempre había alguna ocasión en donde uno podía contarle al compañero sus temores y dudas. Y aunque para estas cosas estaba el director espiritual, siempre existen sentimientos íntimos que uno se guarda para cuando la ocasión oportuna se presenta. Había que estudiar mucho y en condiciones a veces muy penosas, pero el aprobar o no el curso significaba que la pequeña beca que algunos recibían como ayuda para pagarse los estudios, les fuera retirada. El seminarista, si se tomaba en serio el contenido, y sobre todo el tono, de las charlas de orientación espiritual, podía caer en una crisis de personalidad o por el contrario admitir que había sido elegido para dar a conocer el nombre de Dios. No creo que con once años, la capacidad cognitiva y emocional del alumno estuviera preparada para plantear situaciones de tal envergadura. Era el corazón el que admitía sin pestañear la revelación en la fe en un Cristo que vino al mundo para salvar al hombre, pero nunca les decían que ese Cristo fue una persona que se enfrentó al orden establecido para pregonar la igualdad en derechos y obligaciones entre todos los hombres. ¿Intuiría Domingo en esta época de formación de Alcorisa a ese Jesús, todo amor y caridad, unido siempre al lado del más necesitado?
Domingo, era de niño muy serio y poco comunicativo. Vivía interiormente los problemas que muchos todavía no habían descubierto. Y tuvo su crisis espiritual que le puso en el aprieto de no volver al seminario. Fue al terminar el tercer curso cuando les planteó a sus padres que no quería seguir. Aquel verano, según me comentó su compañero y primo mío, José Sancho, le dijo Domingo, que aquello no era para él, pero no por la disciplina o por la exigencia en los estudios, sino porque en algún lugar de su corazón había descubierto que la vida no era como a allí se la mostraban. Y si no era así, mal podría ser un buen sacerdote. Fueron las charlas que el nuevo sacerdote del pueblo, Alejandro Conde, y sobre todo del que le preparó para ingresar en el seminario, Alejandro Bello, arcipreste entonces en La Almunia de Doña Godina, quienes le convencieron para que no abandonase los estudios eclesiásticos.
Los cuatro años que pasó en Alcorisa fueron contradictorios, junto a momentos amenos y felices, sobre todo los nacidos de la amistad con los compañeros, y algún profesor que sabía poner en sus clases algo de ilusión y humanidad, había otros de sufrimiento por esa educación espiritual que según cuenta Laureano Molina, compañero de Domingo, “Tenía un tinte muy marcado del miedo al pecado y al infierno; de negación de lo natural en beneficio de lo sobrenatural, y de todo aquello que no estuviera en las coordenadas: Dios y yo; yo y la Iglesia como Jerarquía a la que se le debían plena pleitesía, dedicación y obediencia”. Y el prójimo, ¿dónde estaba? ¿Sólo había que pensar en la salvación particular del alma? Por eso, cuando salían de excursión a visitar los parajes turísticos de Alcorisa y sus alrededores, aprovechaban de esa libertad vigilada para ir descubriendo los secretos naturales que la vida tenía y que a ellos se les ocultaba.

Seminario de Zaragoza.
Tras cuatro cursos en Alcorisa, Domingo vino a Zaragoza el curso1955-56. Para entonces ya hacía cuatro años que había sido inaugurado, aunque no concluido, el nuevo Seminario Conciliar en el barrio de Casablanca, grandioso y singular edificio (recientemente vendido al Ayuntamiento para convertirlo en oficinas municipales) que necesitaba mucho dinero para poder acabarlo y mantenerlo. Eran famosas las campañas pro Seminario por colegios, tanto públicos como privados, y parroquias, solicitando ayuda. Los propios seminaristas participaban activamente visitando estos lugares tratando de convencer a los niños sobre la importancia del sacerdote en la sociedad con eslóganes muy bien estudiados, que animaban a colaborar, al mismo tiempo que realizaban una colecta para poder terminar las obras de ese colosal edificio. El primer año, cuando cursó 5º de latín, aún tenían que dormir en dormitorios comunes como en Alcorisa. Con la llegada a los estudios filosóficos ya disfrutaban de habitaciones individuales que les daban más autonomía e intimidad. Y hasta en la cocina, y en la buena administración del centro, habían entrado las monjitas que hacían de aquella enorme casa un entorno bastante agradable.
Cuando Domingo Laín llegó al Seminario de Casablanca hacía muy poco tiempo que había sido nombrado arzobispo de Zaragoza (septiembre de 1955) D. Casimiro Morcillo González, que venía a sustituir al recientemente fallecido D. Rigoberto Doménech. Procedente de la diócesis de Bilbao, su nombramiento fue recibido por los seminaristas con mucha expectación, pues sabían que era una persona comprometida con los problemas sociales y veía en la formación de los sacerdotes una forma de poder solucionarlos. D. Plácido Fernández García, en su libro El Seminario de Zaragoza. Siglo XX, del que fue rector, pone en palabras de otro sacerdote, D. Teodoro Royo:
…Pronto se estableció una sintonía entre el nuevo Arzobispo y los formadores del Seminario para poder llevar la formación conforme a sus deseos. …Y esa compenetración fue la base de la evolución favorable del Seminario a favor de la Iglesia universal. Y es que circulaba un gran entusiasmo hacia América. Y el mismo Arzobispo nos manifestó que no ordenaría a nadie que no estuviera dispuesto a ir allí a donde la Iglesia le necesitase.
Este nuevo enfoque de la misión sacerdotal venía a romper los años de anquilosamiento de la época del arzobispo Doménech. Había que abrirse a la sociedad, colaborar con las necesidades de cada parroquia, sobre todo en los nuevos barrios que en la ciudad de Zaragoza iban emergiendo debido a la enorme emigración rural. Y a ellos comenzaron a desplazarse los seminaristas en época de vacaciones colaborando en la construcción de sencillas parroquias de paredes de adobes amasados por ellos y por los hombres de las junta parroquiales. Este hecho lo vivió intensamente Domingo Laín y tal vez fuera el germen en donde se le despertara su inquietud por los más desfavorecidos.
La llegada del nuevo Arzobispo trajo también al Seminario jóvenes profesores y seminaristas de otras diócesis españolas, incluso exiliados de la Cuba de Fidel Castro, y aumentaron las llamadas vocaciones tardías que se incorporaban a los estudios eclesiásticos conocedores de lo que ello significaba. Este nuevo panorama ampliaba las posibilidades de una formación más actualizada y más pegada a la vida real. Los problemas de la sociedad no les eran ajenos, y los que no se les enseñaban eran descubiertos por ellos a través de libros hechos a ciclostyl que de mano en mano pasaban. La lectura de la prensa se convertiría con el tiempo en una afición constante de la que difícilmente podían sustraerse. En las visitas que recibían de familiares y amigos siempre les pedían que les llevaran algún periódico o revista Y hasta la prohibida “Radio Pirenaica” era escuchada clandestinamente en rudimentarios receptores. Este cambio también se notó desde el principio en los aspectos del aprovechamiento de las horas de asueto. Consiguieron construir un campo de fútbol y una piscina, equipaciones deportivas que muy pocos colegios de Zaragoza disponían.
Laureano Molina recuerda que era una costumbre del curso que, una vez terminado un examen final, había que borrar todo para dejar paso a la materia de otro examen, y la mejor forma de conseguirlo era un buen baño en la piscina que tanto les había costado realizar, hasta tuvieron que echar mano de dinamita, que ellos mismos ponían, parando la circulación en la actual Vía de la Hispanidad. ”Pues bien –cuenta Laureano-, hubo una ocasión que necesité para ese ‘borramiento’ del examen, algo más que el baño de la piscina. Ese ‘algo’ era la ‘pajarilla’ (vino blanco delicioso) que Domingo traía de Paniza. Con discreción me acerqué a él y le dije al oído ¿dónde tienes ese vino? Con la misma discreción me contestó que en una botella en su armario. Abrí el armario y vi que había dos botellas en lugar de una, y sin pensarlo más me “arreé” un buen trago con la particularidad de que la que elegí no era la de la pajarilla sino la de mistol para limpiar las manchas. ¡Bueno! Todo mi cuerpo fue un revulsivo en continuo movimientos de escupitajos Quedé radicalmente trastornado. El borrón y cuenta nueva fue perfecto”.
Otro compañero, Gonzalo Borrás, recuerda que se enteró de esta situación porque alguien del curso le dijo: “Ven, que pasa algo en la habitación de Domigo Laín. Laureano parece estar endemoniado porque echa espumarajos por la boca en el lavabo” Ya ves, añade al recordarlo ahora con sorna Borrás: “qué próximo teníamos el demonio”.
En esta época, cuando Domingo comenzó los estudios de Filosofía, acudí como miembro del grupo teatral del colegio Santo Tomás de Aquino, en donde estudiaba, a representar en el salón de actos del Seminario la obra de Tirso de Molina El condenado por desconfiado; obra que habíamos representado con anterioridad en el teatro Principal de Zaragoza y que el director del Colegio, el poeta Miguel Labordeta, quiso que la representáramos para los seminaristas; ello demostraba que el rector y el profesorado sentían deseos de abrirse al exterior. Fue entonces la única vez que hablé con Domingo en el seminario, nunca lo había hecho en tan singular edificio; nuestros encuentros siempre habían sido en el pueblo en la época del verano, en donde jugábamos emocionantes partidos de fútbol, o en casa del sacerdote don Alejandro Conde Aurensanz en tertulias amenas de café.
El deporte, como todo en su vida, Domingo se lo tomaba muy en serio. Su preparación física y su enorme fortaleza, a pesar de no tener mucha corpulencia, le convertía en un jugador indispensable en el equipo representante del Seminario cuando se enfrentaban en competiciones con otros colegios de la ciudad. Famoso fue el triunfo que obtuvieron contra los cadetes de la Academia Militar.
Con dieciocho y diecinueve años, como jóvenes alegres y aparentemente felices que eran los seminaristas, la vida a “ras de suelo”, como cuenta su compañero de curso Laureano Molina, continuaba su formación. “…Como cuando fuimos un verano de colonias a Casas de Alcanar (Tarragona). No se estilaba entonces eso de ir de veraneo a la playa, pero nosotros estábamos en la Casa de verano del seminario de los Josefinos de Tortosa, que tenía una gran terraza encima desde donde se veía el mar y toda la huerta de naranjos y limoneros. Como jóvenes y alegres que éramos, cautivamos a las gentes del lugar. Lo que más nos gustaba era cuando íbamos en pandilla cantando a coro polifónico camino de la playa en donde competíamos por ir nadando hasta donde se hallaban las barcas de los pescadores, ancladas a unos 300 metros mar adentro. (…) En la tienda de comestibles había de dependienta una muchacha muy bonita y alegre. Enseguida congeniamos con ella, y en especial Domingo Laín que era de los más juerguistas del grupo. Los dos hoyuelos que se le formaban en sus mejillas al reír eran cautivadores para aquella señorita. Y a decir verdad, todo se desarrollaba en el más puro platonismo. Y amor platónico era lo que se gestaba en nosotros, como no podía ser de otra manera, cuando en el seminario, los domingos por la mañana recibíamos las visitas de las hermanas, las primas y las amigas de las mismas, que subían a traernos la ropa limpia de casa, o simplemente a ver a los seminaristas que entonces era visto como algo simpático y bueno. Las campañas Pro Seminario que se hacían al llegar la primavera, para San José, que entonces sí que era una gran fiesta, daban pie a aquel intercambio de simpatías, empatías y enamoramientos. Era un termómetro que la vida nos iba poniendo con el que se medía nuestra debilidad y nuestra fortaleza. Había quienes empezaron a plantearse la continuidad o el abandono del Seminario. Algunos lo dejaron. Otros suspirábamos profundamente aguantando la respiración bajo “las aguas de la vida”, porque ver desde nuestras ventanas del Seminario, los domingos por la tarde –los sábados trabajaba todo el mundo- a las parejas de jóvenes sentados por los ribazos de las huertas que lo rodeaban, era todo un suspiro de nostalgia. Entonces aprendíamos aquello de que el placer intelectual es el mayor de los placeres. O, ¿quizás no? Nosotros nos refugiábamos en la lectura y en el estudio. ¿Era bueno? ¿Era malo? Sólo sé que nos permitía seguir viviendo a tope con alegría. ¡Cuántos líderes políticos y de todo tipo salieron de aquella escuela del romanticismo existencial! En todo caso nadie he visto que se haya arrepentido de aquella experiencia. Las tertulias que tenemos ahora, en nuestros reencuentros, cumplidos ya los sesenta y cinco años, nos lo confirma. Nadie reniega del seminario. Todos dicen: Si volviera a nacer haría lo mismo”.
El año 2001, con motivo de celebrarse el 50 aniversario de la llegada a Alcorisa (1951) del curso de Domingo Laín, todos sus compañeros tuvieron la feliz idea de programar una serie de actos cuyo foco principal iba a ser el encuentro, 50 años después, en el seminario donde iniciaron sus estudios, convertido ahora en Centro de Recursos de Iniciativas Educativas de Teruel, y estando en manos de la DGA y del Ayuntamiento de Alcorisa que ha convertido lo que era dormitorio de los seminaristas en un albergue. De aquel encuentro, al que acudieron también las esposas de los que no llegaron a ordenarse y las de que sí lo fueron pero luego se secularizaron, nació la renovación de la vieja amistad que siguen cultivando con interés. Desde entonces se reúnen todos los años en un lugar distinto y siempre tienen presente a los que ya han desaparecido. Y entre ellos no falta el recuerdo hacia de Domingo Laín. Y en una magnífica página web, creada por otro compañero, Arturo Bosque, hoy Ingeniero Técnico, intercambian vivencias, pensamientos y filosofías sobre lo divino y lo humano.
El curso de Domingo, fue uno de los más significativos del seminario en Zaragoza; sus diferentes enfoques de ver la vida les valió el calificativo de “rebeldes”, pero una rebeldía sana por conocer si lo que les enseñaban estaba de acuerdo con la realidad de la vida en España y en el mundo. El sentido de cooperación y de amistad nacido en Alcorisa no se perdió en el seminario de Zaragoza, aunque los estudios filosóficos les iban a enfrentar a situaciones conflictivas que cada uno, según su madurez intelectual, resolvía de una manera u otra. Fue la época en la que algunos se proponían un verdadero cambio a sus vidas.
Más tarde se comenzaría a vivir las renovadoras ideas del inicio del Concilio Vaticano II que tantas esperanzas puso en los corazones de los jóvenes sacerdotes y tantas preocupaciones en muchos de los dirigentes de la Iglesia. Los pensamientos del papa Juan XXIII no dejó indiferente a ningún estamento de la jerarquía eclesial, motivando fuertes inquietudes y preocupaciones entre los futuros sacerdotes. Todos estos hechos me los contaba Domingo antes de ser ordenado sacerdote, sabedor de que él no iba recibir el sacramento para convertirse en un simple párroco y limitarse únicamente a realizar los obligados cultos religiosos y a impartir los sacramentos. Él veía al sacerdote como un Cristo que tenía que estar junto a los más humildes, a los que más amor necesitan porque son los que más sufren. Por ello, me decía: “dudo entre irme a las misiones a África o marchar a Centroamérica; en los dos sitios existe mucha miseria, mucha explotación y mucha hambre”.
En el Seminario, según me cuenta muy amablemente el sacerdote, y Padre Blanco, José María Alcober, gran amigo de Domingo, y con quien compartía una gran preocupación por los olvidados de otros continentes, se crearon dos grupos: el de África y el de América. Domingo, junto al padre José María Alcober y otros compañeros estaban en el grupo africano Y tras muchas dudas, a pesar de haber estado estudiando un tiempo en un noviciado de Gap de los Padres Blancos en Francia como preparación para ir al continente africano, Domingo eligió, una vez ordenado sacerdote, el marchar a Iberoamérica. Jose María Alcober estuvo 35 años, toda una vida, en el Congo, después llamado Zaire, compartiendo con los más pobres sus vidas y miserias e intentando que fueran felices, pero luchando también por una vida mejor, “porque Dios está con los pobres, pero no está con la pobreza”. En el apartado de Testimonios, el padre José María Alcober explica con mucho cariño y detenimiento todas las dudas que Domingo tuvo. Esta circunstancia de estar preparándose para ir a misiones, hicieron que su ordenación sacerdotal se retrasara dos años y no fuera realizada por el arzobispo don Casimiro Morcillo, que se marchó de Zaragoza en 1964, y lo hiciera don Pedro Cantero Cuadrado.

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