martes, 28 de junio de 2016

PRIMERA ESCUELA...- ... SEXSUALIDAD

PRIMERA ESCUELA
El lobo feroz siempre hambriento, junto a Pedro Botero y su caldera encendida, eran personajes que la maestra nos recordaba con frecuencia para impedir nuestros deseos de hablar y jugar. Cansados de estar sentados en bancos sin respaldo, se agotaban nuestras voces cantando monótonamente Avemarías y Padrenuestros, al mismo tiempo que aprendíamos con torpes gestos a signar y santiguar.
Los paseos que, al llegar el buen tiempo, disfrutábamos por el monte Calvario y por la ermita cercana, ponían algo de humanidad a los aburridos días de inviernos largos en un patio frío, calentado únicamente con el calor invisible de un humilde brasero. En aquella barahúnda de gritos, lloros y mocos, todavía quedaba tiempo para ir descubriendo letras y palabras. Y aunque la única cartilla que en la escuela había, estaba tan desgastada que parecía escapársele las letras, aún lográbamos algunos conseguir comprender las aburridas frases de: mi mamá me ama; mi yaya no llora.
A, E, I, O, U. Más sabe el borrico que tú
U, O, I,E, A. Si no rezas bien la Salve la Virgen no te querrá.

PUDOR
En las gélidas mañanas de invierno, cuando la escarcha de azúcar se agarraba a los cristales y los puñales de hielo goteaban de los aleros umbríos, subía con sumo cuidado la madre al dormitorio oscuro para sacarme del nido caliente de la noche. Tras recibir de sus finas manos la deseada caricia, me abrazaba a su cuerpo con temblores encendidos llevándome luego al calor de unas llamas que iluminaban al ya templado hogar.
Con amor me vestía y contemplaba recreándose en mi cuerpo suyo desde siempre. Sentado en la cadiera, el abuelo, algo enfadado, protestaba alguna vez de no recibir caricias: "Ya es hora de que este nieto deje de ser crío".
Inconscientemente, una mañana primaveral, observé mi desconocido cuerpo y un extraño calor me atravesó dejándome un tanto confundido. Desde aquel día, cuando la madre subía al dormitorio ya me encontraba encima de la cama vestido. Sin embargo, el aliento de su beso lo esperaba con la misma ilusión de siempre: ¡era un delicioso manjar más provechoso que la leche bebida luego en el desayuno!

JUEGOS
Las cuatro esquinas en la gran calle eran el escenario de nuestros juegos antes de entrar en la escuela. Cuatro esquinas que recorrías alocadamente de una a otra para no quedarte en medio como una estatua a la que todos miraban con desprecio.
Las niñas, con sus juegos de comba o con huesos de taba, jugaban empleando un lenguaje que nosotros no entendíamos: eran más pacíficas y sólo se alborotaban cuando algún mozalbete se atrevía a mirarles fijamente la cara. Nosotros, con huesos de alberge, con pitos de barro cocido, con aros y alambres herrumbrosos, con peonzas anchas y trompos finos, pasábamos alegremente el tiempo desconociendo cuándo llegaría el momento de conocer nuestro destino.
Los juegos, igual que llegaban, se marchaban. Nadie conocía el misterio de su aparición. Parecían llevar un ciclo estacional que ya estaba programado en nuestros cerebros, y sólo la novedad, o el aburrimiento de su uso, hacía que duraran más o menos tiempo de lo previsto. Sin embargo, los juegos de escondite, los de fuerza y carreras, nunca se evaporaban; ibas de uno a otro según el estado de ánimo de los participantes o las fuerzas que el bien o el mal comer te daban. Del churro, mediamanga, mangaentera, pasabas al juego del marro con la misma facilidad que te cambiabas de ministro a civil o a ladrón.
Fuera de las horas de la escuela, y las muchas que la iglesia nos robaba, siempre estábamos jugando. Tal vez esos juegos, en los que poníamos todo el cuerpo y alma, nos purificaban de la tristeza que muchas veces se vivía en las casas quitándonos la ansiedad de no poder saber lo mucho que se nos ocultaba.

SEGUNDA ESCUELA
Ya sabíamos deletrear y cantar oraciones. De la escuela de niños mocosos y llorones pasamos a la de verdad, a la escuela pública. En ella, maestros titulados, cubiertas sus raídas chaquetas con un guardapolvo gris, además de números y letras introducían en nuestros tiernos cerebros, todo oídos y ojos, otras canciones: consignas azules de un grandioso imperio que nos llevaría hasta Dios.
Con el calor de la sangre derramada aún próxima, fueron años de una historia muy bien falseada; aunque a veces dudo de que sus discursos sobre el patriotismo, el honor y la idea de servicio a la patria los sintieran de verdad: sus miradas tenían la monotonía de una disciplina obligada que sólo el temor al hambre les hacía cumplir con cierta dignidad. Sin embargo, tanta emoción ponían en la vida de un Cid siempre victorioso en sus luchas contra Alá y sus secuaces, en el sacrifico heroico de un Alcázar en ruinas, en el valor de un Caudillo montado a caballo, salvador de la iglesia y de la patria, que muchas noches, cuando el frío te hacía galerías en el cuerpo, prometías secretamente a ese Dios, castigador si no le obedecías, servirle como militar o misionero salvador de almas.
Tuvo que pasar mucho tiempo, inviernos alargados y cortas primaveras, para ir descubriendo a hurtadillas que en ese alimento recibido había muy poco trigo y excesiva paja. Y cuántos caminos hubo que desbrozar para enterarnos de que hubo otros maestros que habían sido mártires por querer enseñar en libertad.

OTRA ESCUELA
Las cosas secretas del mundo y de la vida cercana, las que los libros no enseñaban y los padres escondían, las aprendimos muy atentos bajo el puente del río seco o en el soto de la dormida alameda.
Allí, lejos de miradas sospechosas y de sombras extrañas, como lobos hambrientos de comida y placer, oíamos la voz del amigo más fuerte que dejaba apetitosa carne encendida en nuestra desazonada boca. También escuchábamos secretos familiares, escondidos en la mudez del dolor, para que los victoriosos de la contienda no pudieran poner más escarnio a unas vidas que habían sido suficientemente humilladas.
Gracias a esta escuela sin paredes ni techo, escuela de robinsones voluntarios, abierta los jueves por la tarde en que se cerraba la pública, empezamos a comprender, con cierto desasosiego, la hipocresía que te obligaba a vivir en paz sabiendo que otras personas, a veces familiares y amigos, tuvieran que ausentarse del pueblo para evitar una muerte segura.

SEXUALIDAD
Fue un apetito extraño. Llegó en secreto y puso en nuestras vidas inquietud y sorpresa. El cuerpo crecía a destiempo como una primavera alocada temerosa de mostrar su galanura. Algo escondido en nuestro tuétano convertía la carne en brasa, ensanchando sus venas adormecidas. El pueblo, la casa, la escuela, el paisaje... todo era transformado por nuestras cabezas montaraces que nada entendían.
En ese paisaje doloroso y confuso nadie se atrevió a hablarnos de esa extraña enfermedad que nos obligaba a vivir marginados. Y en solitario, como enfermos infectos, seguimos alimentando nuestra ansiedad en sombras de desamor embravecidas.

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