martes, 28 de junio de 2016

NOCHE DE ÁNIMAS...-...EL CINE

NOCHE DE ÁNIMAS
-Requiem eternam dona eis, Dómine: et tux perpétua lúceat eis.
Nos contaban que en la Noche de Ánimas, al terminar la fiesta de Todos los Santos, las almas invisibles de los familiares muertos, saliendo del temporal purgatorio, acariciaban con placer nuestros endebles cuerpos.
El milagro sucedía si los rezos, en vaivén monótono de cencerro, encadenaban largos rosarios junto a velas encendidas que ponían sombras inquietantes en el techo.
Esa noche, cuando el viento húmedo de noviembre ponía silbidos en los graneros, no encontraba lugar adecuado en la cama para esconder tan intenso miedo.
-Réquiem eternam dona eis, Domine: et lux perpétua lúceat eis.

OLORES
Cuando los grises almendros, todavía sin despedirse el invierno, abrían sus atrevidas flores, una fragancia de miel recorría las onduladas laderas; la tierra, aún somnolienta, desconocía la grandeza de su creación. Cuando el humilde tomillo, agarrado a su alma, y el altanero romero, refugio de azuladas flores, comenzaban a ventear sus flujos, todo el campo se convertía en tapiz sagrado de aromas.
Muy pronto, el labrador, siguiendo el ritmo estacional de una vida programada, sacaba del surco joven el olor húmedo y sonriente de la tierra agradecida; olor silvestre que ponía esperanzas en unas manos agrietadas de arar soledades.
En el verano, haciendo del día una luz que no se acababa, la mies, durmiendo en las eras, exhalaba un seco olor a tamo que enloquecía a los bulliciosos gorriones.
Con el otoño bien entrado, finalizada la vendimia, todo el pueblo quedaba envuelto en uva prensada: olor hirviente, penetrante y largo, de burbuja dulzona que ponía extraños sentimientos en los corazones.
Llegaba el invierno y los olores se escondían en la casa: el del brasero en la mesa camilla que unía piernas y deseos; el del guiso cocido lentamente en las ollas de barro y pucheros de hierro; el del estiércol removido en la oscura cuadra; el del humo perenne en la cocina que penetraba en armarios y cuerpos. Todos estos olores, encerrados en nuestros sentidos, ya no abandonaban su puesto. Pero, ¡ay!, también aparecía furtivamente el olor del miedo: tóxico paralizante que angustiaba y mareaba; pena desconocida que siempre llegaba a la boca temblando y no podías espantarla.

ºSILENCIOS
Desaparecida ella, el dolor de mi infancia no era físico. Era un dolor vacío que llegaba de improviso y no encontraba salida. Muchas veces nacía al descubrir en el hogar miradas agrietadas, silenciosos momentos inesperados en que el viento, ausente hasta entonces, se sentía pasar marcando su desigual ritmo.
Esos silencios prolongados que no entendía, desnudaban mi garganta de sonidos y la llenaban de lágrimas sin destino. Eran silencios de historias recientes y lejanas; recuerdos de tiempos oscuros cuando la vida era un hilo fácil de cortar.
Los silencios me aterraban. Confundían la luz haciendo irreal los destellos que atravesaban las ventanas. ¡Cuántos atardeceres, desterrado el sol a su gruta, nacían en mi regazo la ansiedad de poder hablar en solitario a la madre ausente para que ella me explicara qué iba a ser de mi vida!
Al recordar aquella orfandad de palabras, aquellas miradas familiares que se repelían inconscientemente, descubro con sorpresa que me hacían más daño que el posible castigo del padre, que la noche, en gesto amable de ayuda, casi siempre borraba.
Ahora, iba a ser la hermana mayor, heredado el luto y la responsabilidad de la casa, la que tendría que dominar sus sentimientos para hacerse la fuerte en el largo invierno que nos esperaba.

EL CINE
El Séptimo Arte, la pantalla burlona de risas y llantos, llegó al pueblo un domingo por la tarde de la mano blanca del sacerdote. En su salón parroquial, sentados en toscos bancos de madera, el Gordo y el Flaco nos sacaban intensas carcajadas que, escapándose por las rendijas, ponían en las calles espejos de alegría.
En esa pantalla, cada vez más amarillenta, conocimos al indio segador de cabelleras que dejaba en nuestros corazones emoción y pena. Descubrimos al señorito andaluz, amo de extensas tierras y lustrosos toros, rodeado de peones curvados y hambrientos que modosamente le obedecían; al gitano estirado, buscador de gallinas perdidas, jaleando sus bailes con graciosas palmas y canciones. También conocimos historias de niños huérfanos, sumisos y abnegados, en los que, a pesar del sufrimiento que la vida les regalaba, acababan convertidos en ancianos venerables.
A veces, las imágenes de la pantalla eran reflejo de nuestras vidas, estampas tétricas de un dolor no deseado; mas a diferencia del nuestro, siempre herido en su sombra, terminaba felizmente con un inesperado milagro.
El cine nos trajo extrañas caras y distintos paisajes, emociones repetidas y sentimientos nuevos; pero fueron Stan Laurel y Oliver Hardy, y Charlot con el bastón bailarín y sus andares de ganso, los únicos que pusieron candor y alegría en nuestros sorprendidos corazones.

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