martes, 28 de junio de 2016

LA TORMENTA...-...TOMAR LA FRESCA

LA TORMENTA
Fue a la hora de la siesta, cuando todos dormíamos despiertos y las moscas zumbonas se agarraban a las paredes. Nadie se dio cuenta de que el sol, robado a traición por una negra sombra, puso en un instante al pueblo en tinieblas: el corral se quedó vacío; los perros, inquietos por la oscuridad, ladraron alobadamente; pero nadie se acordó del agua bendita ni de encender lamparillas al santo de los milagros.
Todo sucedió al mismo tiempo: poderosos truenos, centellas serpentinas, vientos huracanados trayendo a sus espaldas puñales de frío y muerte. Las vides, que tanto prometían con su ya esporgado fruto, perdieron su brillo y verdor quedándose huérfanas. Un remolino de viento, soplando con alas vengativas, dobló como sábanas a los pocos chopos que adornaban el río.
Fue sólo media hora, una eternidad de angustia que dejó al labrador y a sus paisajes dormidos como un cementerio. Aquella tormenta, la tormenta de las tres de la tarde, grabó a navaja en mi memoria turbulentos enojos hacia una Naturaleza que tanto amaba.

LAS ERAS
Eran el feliz paraíso soñado; el estadio sin gradas de nuestros juegos; la aventura poética del placer y del dolor. Rodeadas de misteriosos pajares, en cuyas paredes de adobe dormitaban mochuelos y abubillas, no existía reloj que midiese el tiempo en ellas. Las chicas, con sus cuerdas saltarinas y sus canciones de corro, ponían un contraste agradecido a nuestras eternas peleas, a los alargados desafíos de tiernas rencillas, fruto de una ansiada libertad que con ahínco buscábamos.
En las eras conocías el primer amor, el más dulce, ese que se agarra al corazón y no se suelta; el que te hacía volar como un pájaro perdido en la sombra. También intentabas fumar el prohibido cigarro que ensanchaba tus venas, haciéndote creer que ya eras hombre y tus ojos podían maldecir a la tierra. Pero, ay, también descubrías, desprevenido, sin la armadura de la lucha forjada, que en la vida heredada había miles de secretos escondidos: infinitas puertas cerradas sin posibilidad de ser abiertas.
¡Las eras!: sortilegio del atardecer donde el campesino, con las arpilleras llenas de paja, volvía al hogar rumiando pensamientos a una luna que ya se levantaba.

CEPOS
Cazábamos pájaros plantando cepos de alambre con hormigas aladas de ojos finos que, al despertar el sol, se convertían en apetitoso bocado para el bullicioso y hambriento pajarillo. Algunos, alicortados o malheridos, querían escapar de la trampa que encontraban en su trágico camino; mas nuestras inquietas manos, con secos golpes, remataban su martirio. Luego, pelados con ansiedad, asábamos sus diminutos cuerpos para ser comidos golosamente sin escrúpulo alguno.
No pensábamos entonces en sus vidas ni en la espera alargada de unos hijos que, llorando como niños hambrientos, morirían lentamente en sus nidos. Quizá fuese por el hambre, la ignorancia, la falta de sentido -o porque a nuestros mayores se lo habíamos visto hacer- todo aquello lo realizábamos sin remordimiento, con las manos blancas de un acto limpio.
Pasado el tiempo, ya adolescente, andando por distintos caminos, comprendí que aquel piar moribundo de unas alas adormecidas por el suplicio, era semejante al dolor que mi espíritu tuvo cuando una orfandad inesperada puso a mi felicidad término.

LA PARVA
En agosto las eras se convertían en dorados círculos de piel tostada. Sobre las mullidas camas que la mies extendida formaban, norias de bayos y mulas giraban y giraban atentas al suave zurriago del labrador que, ansioso por un tiempo inestable, convertía su trabajo en orgullo y alabanza. Allí, ante el altar sagrado de la bendita cosecha, estaba la vida del pueblo: cantos y jotas de placeres y aflicciones que el calor bochorno engrandecía, convirtiendo al paisaje en un eco de voces que el corazón intentaba controlar.
Y al atardecer, trilladas ya las espigas, recogido el esfuerzo de tanta espalda doblada, se daba gracias al Dios poderoso que nos obligaba a trabajar. Habrá otras horas y días iguales. ¡Ojalá sean numerosas las jornadas! Con los graneros y pajares bien llenos, los inviernos se hacían más cortos y el cuerpo sentía menos las punzadas.

MOSCAS
Como las plagas bíblicas de la Historia Sagrada que en la escuela nos enseñaban, salían las moscas a hurtadillas por todos los lugares. En intermitente revoloteo, con esa libertad que no conoce su ocaso, buscaban aposento para sus patas de fino alambre. Era el paisaje veraniego que envolvía las casas, los corrales, los perros hambrientos que se las comían y a los burros deslomados que, acostumbrados a tanto yunque, intentaban asustarlas con su encendido rabo. Era una lucha desigual. Únicamente el viento cierzo, llegado de improviso, conseguía sujetarlas en el vacío de un techo ennegrecido.
Reflejo del desperdicio insano de cuadras, femeras y pocilgas, todo el pueblo era una mosca. Tuvo que pasar mucho tiempo y apaciguar hambres retrasadas para que el molesto ejército dejara sus danzas y zumbidos. Entonces, acorraladas por diferentes puñales, se fueron poco apoco ausentando buscando otros lugares en donde poder copular.

TOMAR LA FRESCA
Cuando el cielo raso de una noche agosteña ponía sudores en nuestros cuerpos, y la luna llena dibujaba sombras por las esquinas solitarias, salíamos a la calle a tomar la fresca; a buscar el aliento que aplacara el cansancio y las pasiones. A veces, el riego salpicado de una mano agradecida ponía en el ambiente una esperanza de dulce placer al largo día de un trabajo sin término.
Sentados en poyetes y en pequeñas sillas de anea, formando círculos de vecinos familiares, todo era compartido en un mar de ojos sonámbulos, escrutadores de estrellas. Los mayores, como autómatas programados, siempre hablaban de lo mismo en esas horas perezosas sin dueño en que todo se soporta. Y los chicos, expectantes a todos los vientos, disimulábamos con bostezos la fingida incomprensión de esas palabras que abrían nuestras brújulas hacia mundos desconocidos.
¡Qué corto se hacía el tiempo en aquellos improvisados campamentos y qué largos los suspiros inesperados de alguna mala noticia en aquel envoltorio embrujado! Tomar la fresca era para nosotros participar de una comunión general sin haber pasado por el confesonario: disfrutar de risas y sollozos que luego te llevabas a escondidas al cine de las sábanas blancas.
Aquellas noches de verano, con un cielo alto y parpadeante de estrellas, las recuerdo con ojos brillantes de espera, con la nostalgia profunda del que llora la pérdida de una escuela que no tenía pizarras ni fronteras. Todos, de una u otra forma, éramos cómplices de los secretos que cada corazón almacenaba.

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