martes, 28 de junio de 2016

EL MOSÉN...-...FUNERALES

EL MOSÉN
Vestido como nuestras abuelas -sayal negro abotonado hasta los pies- lucía en su cabeza la tonsura de un círculo sagrado, ocultado a veces con un bonete o un sombrero atejado. Cuando pasaba a nuestro lado dejábamos en sus manos, pálidas y alargadas, el saludo de un beso con el respeto aprendido de nuestras madres.
¡Cuántas veces sus dedos alargados y blancos, regados en la misa con el vino sagrado, transmitían a nuestros cuerpos el misterio de un Cristo divino que murió voluntariamente por salvarnos!
¡Y cuántas veces, subido en la atalaya del púlpito, ese dedo inquisidor, señalando las sumisas cabezas de los oyentes, escribía en el aire, con gestos teatrales, los terribles pecados que según él nuestras almas cometían!
¡Qué distinto hubiera sido todo si sus palabras hubieran llevado la simiente del amor, la sencillez que mece la paz del campo o la ilusión de un río limpio sin malezas! Sin embargo, el terror a un averno sin esperanza, hizo nacer en nosotros la angustia y perder esa felicidad infantil que, según decían los libros, debía anidar en nuestros corazones.

ESTAMPAS DIVINAS
Dios era un señor de largas barbas blancas: de su boca salía miedo y temor.
Y nosotros, temblorosos y esquivos por su venganza, hacíamos de nuestras vidas hipocresía y remilgos con sus palabras.
Omnipresente, con su ojo alargado dentro del triángulo místico y misterioso, navegaba entre nubes vigilando nuestros pasos:
¡Caín, Caín! ¿Qué has hecho?
Y los niños, asustados, creyéndonos malhechores perseguidos, buscábamos ese lugar imposible donde su mirada penetrante no pudiese ver nuestras caras.
Disfrazado con sotana roja y roquete blanco, contestando latines que no entendía, ayudaba diariamente, como acólito seráfico, a celebrar la santa misa. Las palabras secretas del sacerdote, contestadas a borbotones por las mías, se subían a las bóvedas del templo y en ellas quedaban cautivas.
Otros coros de ancianas beatas, susurrando distintas oraciones, paseaban su mirar por los altares pidiendo fin a sus desdichas.
-¡Ite, Missa est!
-¡Deo, gratias!

CONFESIÓN
-¡Ave María Purísima!
-¡Sin pecado concebida!
-Padre, me acuso de...
- Cuenta hijo mío, cuenta.
Era el momento tenebroso de la semana. La fe infantil, nacida en la ignorancia, le abría el corazón a un padre desconocido.
Y temerosos ante el castigo del fuego eterno, en un infierno de almas sin esperanza, el miedo era un pozo sin fondo en donde la noche se alargaba y alargaba.

COMUNIÓN PRIMERA
Habíamos pasado muchas horas, a lo largo de un curso, estudiando el Catecismo en la oscura y húmeda sacristía bajo la atenta mirada del sacerdote. Cientos de preguntas eran contestadas a coro una y otra vez sin saber muy bien qué decíamos: era una teología en píldoras demasiado densas para ser comprendidas por nuestros infantiles cerebros. "Lo que se memoriza en la infancia, aunque ahora no lo entendáis, ya llegará el momento -nos explicaba el mosén- en que todo lo veréis claro".
Llegó el día esperado: siete años y con pantalón largo vestido. Tuvimos que guardar ayuno total desde la noche anterior para que el estómago y el alma recibieran a Cristo completamente limpios ¡Con qué cuidado me tragué aquella sagrada Hostia para que mis dientes no la dañaran! ¿Jesús dentro de mí? ¡No entendía tan complicado misterio! Aquella fe que anidaba en el corazón se evaporaba si quería trasvasarla al cerebro.
De aquel lejano y misterioso momento, con una iglesia llena de adornos, incienso y cantos, sólo me queda el recuerdo de unos ojos maternales, llorosos pero felices, y el beso que sus suaves labios dejaron en mi rostro: un beso de verdadero amor que todavía siento vivo.

PAN
No había roto el gallo el día en su despertar de brujo y ya se oía en la casa el trueno seco del latido de la masa. En el cuarto estrecho y oscuro, donde el misterio de la vida se escondía, se engendraba semanalmente el pan nuestro, el pan nuestro de cada día. El rito eterno de abuela a madre presidía siempre la escena: golpear la masa, esculpirla; dorar los nutrientes que alimentaban el esfuerzo de quienes lo producían.
¡Pan amasado con caricia deseada! ¡Pan en artesa parido! ¡Pan transportado al horno con la humildad de una sumisa cabeza! ¡Pan al amanecer! ¡Pan cuando el sol apretaba! ¡Pan en el crepúsculo sin retorno! ¡Pan que sonreía y curaba el hambre! ¡Pan del beso y la limosna! ¡Pan en metamorfosis continua! ¡¡Pan en todos los minutos del día!!

FRÍO
El frío no estaba en la calle.
Ni en el monte oscuro del lejano paisaje.
Ni en el abrevadero helado de la plaza solitaria.
El frío yacía escondido, como fino cuchillo de acero,
en la cama de bastas y tiesas sábanas
hundiéndose en nuestros tiernos cuerpos.
Dormir. Dormir encogido como una larva en su ovillo
es la triste imagen que guardo del frío.

FUNERALES
Aunque la muerte a todos nos iguala, las misas de difuntos y los entierros no eran idénticos. Dales, Señor, el descanso eterno y brílleles la luz eterna, que en latín cantábamos los monaguillos acompañando al sacristán, variaba según el funeral fuera de primera o de tercera clase.
En los primeros, dos sacerdotes llegados de los pueblos cercanos acompañaban al mosén en los ritos de una liturgia donde las capas fluviales de terno, el incienso y los cánticos resonaban con más intensidad. Incluso, terminada la ceremonia de la iglesia ante el catafalco rodeado de grandes ciriales, el difunto era acompañado con cantos extras hasta las afueras del pueblo, camino del cementerio, al mismo tiempo que las campanas seguían su lamento. Entonces comprendí, o quise adivinar, que tal vez Dios no fuera tan justo como nos decían y librara de la muerte eterna con más celeridad a aquéllos que, además de dominar las tierras, dominaban también a las personas. ¡Cuántas dudas, Señor, cuántas dudas me hacías acumular en el alma!
Libera, me Domine, de morte eterna, in die illa treménda....

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