jueves, 30 de junio de 2016

CAPÍTULO V

Capítulo V
Un nuevo opositor sale de leer la Memoria. Es mayor que Jaime y su cara refleja satisfacción y alegría disimulada. Le da la enhorabuena y le pregunta lo mismo que a todos.
-¿Qué miembro del tribunal es el más exigente?
Duda en responder. Finalmente le contesta.
-Apenas te interrumpen. El único que me ha preguntado ha sido el inspector. Quería saber si era soltero o estaba casado.
-¿No te ha sorprendido esa pregunta tan personal?
-Tal vez al verme mayor le ha podido la curiosidad.
-¿Y cuál es tu situación?
- Me casé el verano pasado pero vivo solo en el pueblo. Mi esposa es funcionaria y trabaja en la capital. Por ello me presento a estas oposiciones. Quiero conseguir la única plaza que existe en la ciudad.
-¿Y si no la consigues?
-Por si acaso he participado en el Concurso General de Traslados y me he acogido al derecho que tienen los funcionarios para reencontrarse.
-Qué suerte –pensó Jaime-. Él tiene dos posibilidades. Tendré que esforzarme en la defensa de la Memoria; esa plaza tiene que ser sea para mí.
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? Sí que lo recuerdas: aquella mirada, el primer beso robado, las primeras caricias que erizaban la piel. Enamorados y vírgenes llegamos al matrimonio. En cinco años de noviazgo no pasamos de hacer manitas y apretados abrazos cariñosos; besos rápidos que a dulzor nos sabían. Pero poco más: suspiros, caras rojas de rubor y ojos saltones de pasión ponían el punto final a un deseo que el corazón aprobaba pero que tendría que esperar.
Una tarde de finales mayo, sentados en un banco del parque grande de la ciudad, con el sol a punto de esconderse, nuestras caras se unieron y sus labios trasvasaron el sabor ardiente de dos cuerpos enamorados. Y fue en ese instante de ensueño, de nube flotante acariciadora, cuando la presencia inesperada de dos guardias urbanos, defensores de la moral pública, como si el besarnos fuera un grave pecado, nos sacaron del arrobamiento enfocándonos con una linterna.
¡Qué vergüenza! Nos iban a denunciar. Aparecerían nuestros nombres, al menos las iniciales, en las notas locales de un periódico de la capital como protagonistas de un acto inmoral. Y podrían enterarse en casa, o alguna vecina que luego lo comenta a otra y a otra. ¡Qué descrédito para la familia!
Uno de los guardias nos debió de ver tan temerosos que apenas abierto el talonario de las multas lo cerró echándonos un discurso sobre la virtud de la vida sana en el joven, ordenándonos continuar paseando por lugares más concurridos. Todavía mejor: que volviéramos a casa; eran cerca de las diez y a esas horas no estaba bien visto el pasear por el parque.
Sí, mi amor. Enamorados y vírgenes llegamos al matrimonio. La noche de bodas la pasamos en un tren correo de largo recorrido -sentados en un departamento con bancos de madera- completamente lleno de viajeros que recorrían sin disimulo con sus miradas nuestras caras atolondradas de recién casados. Pero al menos, pasados los primeros momentos, cuando el monótono movimiento del tren se convirtió en rutina, y la penumbra de la luz de los pasillos puso silencio en el vagón, pude apoyar sin disimulo mi cabeza sobre tu pecho. No recuerdo el tiempo que duró la duermevela, pero sí rememoro que sentimos cómo el ritmo de nuestros corazones se aceleraba al unísono. Se despidió la noche y el día comenzó a enviar sus primeros reflejos: un paisaje nuevo, desconocido, se insinuaba a través del cristal.
Llegamos a la estación de destino; el tren moría allí. La bajada al andén fue todo un espectáculo: multitud de personas con maletas, cajas de cartón y hatos grandes de tela se amontonaban en las puertas de los vagones haciendo que la salida fuera más lenta. Allí estaba San Sebastián, lo ponía en un grandioso cartel dando la bienvenida. Desconocíamos la ciudad, únicamente llevábamos escrita la dirección de una pensión a la que no sabíamos cómo llegar. Nos metimos en un taxi y el conductor sonrió al descubrir nuestra apariencia de recién casados y porque el lugar que buscábamos se encontraba a trescientos metros de la estación.
Una pensión en un primer piso, con seis habitaciones y dos baños comunes en el pasillo, iba a ser la residencia durante la semana que durara la luna de miel. Nuestra habitación, la número cuatro, estaba todavía sin arreglar. Tuvimos que esperar en un pequeño salón-comedor viendo desayunar a dos sorprendidos trabajadores. ¿Qué pensarían al vernos? Hallarnos en un lugar con gente desconocida nos hizo sentir algo avergonzados. Desayunamos con lentitud y descubrimos sabores desconocidos. Pasada una hora pudimos entrar en el cuarto: una cama metálica de matrimonio con sábanas bastante recias, una mesilla, dos sillones de mimbre y un pequeño armario con espejo escondido tras la puerta, era el mobiliario de la estancia cuyo color desvaído de sus paredes hacían resaltar su antigüedad.
¡Por fin solos! En aquel escenario, no demasiado poético, gozamos nuestro himeneo con delicadeza, cariño, amor y ternura.
Volví de la luna de miel a mediados de agosto y me encontré con la realidad: estaba sin escuela y hasta septiembre no conocería mi nuevo destino. Si me quedaba en Zaragoza ya habíamos decidido vivir con sus padres; ellos, y su hermana de once años, gozaban con nuestra presencia. Yo, más que el yerno y el cuñado, era un nuevo hijo y hermano al que querían. La casa tenía seis habitaciones y dos cuartos de baño; había espacio suficiente para los cinco y su madre ya había realizado planes para preparar nuestra habitación. El problema surgía si me adjudicaban escuela sin vivienda para los maestros y tuviera que buscar una que estuviera en condiciones.
Llegó el día señalado para la elección. En el mismo lugar del curso pasado, antiguo instituto Goya, acudimos un buen número de maestros en busca de destino. En el tablón de anuncios estaba expuesta la relación de vacantes a cubrir y la de los electores. Primero teníamos que elegir los propietarios provisionales que nos habíamos quedado sin plaza, luego lo harían los maestros que habían aprobado la última oposición de ingreso en el Magisterio. Al comprobar que yo ocupaba el cuarto lugar, y que en Zaragoza capital había seis vacantes, desapareció la ansiedad que desde hacía unos días me mortificaba. Dos de las vacantes se hallaban en un barrio zaragozano, llamado Picarral, que crecía con rapidez ensanchando el histórico Arrabal al que estaba unido. Sin conocer exactamente su ubicación fue una de ellas la que elegí.
La escuela que me adjudicaron estaba recién estrenada. Era un gran grupo escolar de niños y niñas, con edificios separados, en donde los hijos de obreros emigrantes de los pueblos eran sus principales alumnos. Las llamadas casas baratas, pequeñas y humildes, que llevaban nombres franquistas, conformaban la mayoría del barrio.
El primer día nos reunimos todos los maestros en el despacho del director. El titular, un señor bajito y regordete, pero de fuerte carácter, nos invitó a elegir el curso del que cada uno iba a encargarse. En esta extraña ceremonia no se tiene en cuenta las aptitudes de los maestros ni su formación; aquí solo contaba la antigüedad, el más veterano es el primero en elegir. Yo no tuve esa oportunidad; al ser el más joven me quedé con el que nadie quiso: primer curso. Cuarenta niños de seis años, que luego aumentarían en catorce más, iban a ser mis pupilos a los que tendría que enseñar a leer y a escribir sencillas frases, a calcular las primeras sumas y restas, a memorizar la tabla de multiplicar y bastante catecismo.
Los compañeros eran excelentes. Los había de toda ideología aunque este sentimiento raramente se manifestaba. En muchas ocasiones, a la hora del recreo, mientras saboreábamos nuestro particular bocadillo, acompañado del botellín de leche que la empresa Cluzasa traía cada mañana para todos los alumnos, salía en la conversación algún matiz de la España sin libertades que nos tocaba vivir. Habían pasado veintidós años del final de la Guerra y todavía había presos políticos y multitud de exiliados a los que les estaba prohibido el volver a su patria. Y esto ocurría cuando la emigración española a Francia, Bélgica y a Alemania, en busca de trabajo, era considerable. La entrada en el Gobierno español de algunos ministros menos políticos y más técnicos, ponía algo de esperanza en un cambio que la mayoría de españoles deseábamos. Incluso algunos periódicos ya marcaban en su línea editorial, a veces muy camuflada, ese deseo escondido de alcanzar la verdadera libertad.
En la escuela no existía orientación pedagógica alguna; cada maestro en su clase se limitaba a enseñar lo que la enciclopedia respectiva señalaba, poniendo la técnica más adecuada para que memorizaran los contenidos, muchos de ellos repetidos cada curso una y otra vez. Pero el razonar y el pensar raramente se practicaba. Sin embargo había dos momentos solemnes al día: el primero, al comenzar la jornada cuando, formados en filas todos los alumnos, el director, con mucha parafernalia, explicaba solemnemente algún episodio religioso, o consigna política, que la mayoría de alumnos escuchaban silenciosamente sin entender. El acto se volvía a repetir por la tarde antes de abandonar el colegio: los demás, a ver oír y callar.
Los domingos y días festivos de carácter religioso era obligatorio el asistir a la celebración de la misa que un joven sacerdote, coadjutor de la parroquia cercana de Altabás, celebraba expresamente para los alumnos en una iglesia situada enfrente de la escuela. El edificio era una simple capilla construida con adobes en donde apenas cabíamos. Las escuelas públicas en los barrios eran escasas y la nuestra estaba superpoblada. Constantemente aparecía alumnos nuevos que el director matriculaba sin pensar en los inconvenientes que llevaba el poner mesas en todos los rincones de la clase, al menos en los primeros cursos; tener una plaza en un colegio era todo un triunfo para la familia. El director se vanagloriaba de poseer un colegio bien lleno como si los alumnos fueran mera mercancía. Si alguno de ellos faltaba a la misa dominical, y era sabedor de su ausencia, lo llamaba a su despacho y le sermoneaba con cierta agresividad. Verdaderamente era un hombre enigmático: conocedor de la música clásica -estudioso de Beethoven y Bach- se transformaba cuando llamaba la atención a algún alumno; lo hacía públicamente, delante de los demás, comiéndose las palabras por la velocidad con que hablaba y poniendo en la mirada y en los gestos una actitud que asustaba: católico convencido en apariencia, le faltaba algo de amor y caridad con los alumnos. Sin embargo, en el trato con los profesores era educado y ameno –a todos nos trataba de usted- y hasta se atrevía a introducir en la conversación algún chiste que todos le reíamos. Conmigo tuvo un detalle que le agradecí. Conocedor de que el kilométrico que había comprado a Renfe para gastarlo en el “Viaje de novios” tenía seiscientos kilómetros por consumir, me autorizó a realizar un viaje de tres días del que solamente uno era festivo; mi ausencia iba a ser suplida por él. Cuando volví, los compañeros me aclararon que mi clase tuvo que ser atendida por ellos. Algunos, como es lógico, se sintieron molestos.
Había un profesor, Henríquez, con el que entablé una gran amistad. Era joven, unos años mayor que yo, pero diferente en su forma de pensar y enseñar al resto de los compañeros; su esposa, también maestra, ejercía en el mismo colegio Trataba a los chicos con mucho respeto y sabía sacarle a cada uno todos sus potenciales: era un maestro con verdadera vocación y estaba al día en los nuevos métodos pedagógicos que emergían en la Escuela, él me prestó los primeros libros de “Orientaciones escolares” que yo leí con avidez. Luego vendría otro maestro, Cleméntez, todavía más joven y con vocación de periodista, que ya realizaba sus primeros trabajos en la emergente Radio Popular situada en el antiguo Seminario Conciliar de la plaza de la Seo. Nació entre los tres una gran amistad y nuestras conversaciones giraban muchas veces sobre la situación política de España y sobre la escasa atención que el Ministerio de Educación realizaba para dignificar a los maestros, basándose en la excusa de que éramos un número muy elevado de funcionarios, por lo que seguíamos teniendo un miserable sueldo.
El trabajo de la hora extra, aquí le llamaban permanencias, que los padres pagaban al permitir que sus hijos se quedaran una hora más de clase, nos ayudaba para llegar a fin de mes con menos apuros. Este dinero, que el director se encargaba de cobrar, lo repartía en partes iguales entre todos los maestros. Era un dinero que recogías con cierta aversión porque sabías que a muchas familias les costaba sacrificio el abonarlo. Luego, cada uno se buscaba sus clases particulares, sobre todo de bachillerato, para poder seguir adelante. La mayoría de los padres de nuestros alumnos también realizaban trabajos extras en las fábricas y talleres, era un complemento que les permitía pagar con más facilidad las letras que habían firmado a la hora de adquirir la vivienda y el mobiliario que se necesitaba; las madres, raramente trabajaban fuera de casa.
El colegio tenía un magnifico comedor con mesas redondas y pequeñas sillas que le daban el aspecto de una grandiosa casa de muñecas. La comida la elaboraban en la cocina de la misma escuela y solía ser bastante abundante y equilibrada. En más de una ocasión nos quedábamos algunos maestros para evitarnos el viaje de ida y vuelta al medio día. El director mostraba esta parte de la escuela como la joya de la casa.
Y yo, en mi aula, me sentía agobiado con los de primer curso cuyo número aumentó cada día hasta pasar de la cincuentena. ¡Cincuenta y cuatro niños de seis años en la misma clase! Al tener cada aula solamente veinte mesas bipersonales, hubo que pasar varias de sexto curso que solo tenía una matrícula de treinta alumnos. Los pasillos de la clase casi desaparecieron y el ambiente de trabajo se convirtió en auténtico calvario. No me sentía preparado para controlar el galimatías de una clase en la que unos alumnos estaban analfabetos, otros deletreaban y otros ya leían. Ante aquel espeso puzle, lo primero por conseguir era que hubiese el máximo silencio. Y no había otra forma de alcanzarlo que poniendo cara de enfado y amenazando con castigos, acciones que no eran de mi agrado porque, además, nunca las cumplía. A mí me gustaba la clase alegre, participativa, que el niño se sintiera protagonista de sus actos y gozara con el trabajo. Pero en aquel maremagno de tareas dispersas, de temperamentos variopintos y voces cantarinas, era imposible que mi esfuerzo fructificara.
..Ay, amor, ¿lo recuerdas? Terminé tercera semana de clase y cuando llegué a casa tan cansado, cabizbajo y triste, me preguntaste qué me pasaba. Te habías dado cuenta de que mi comportamiento era algo extraño, pues ni siquiera entré en el salón a saludaros; me senté en un sillón del despacho de tu padre y allí me quedé con las piernas estiradas y los ojos cerrados: quería pensar. Me miraste asustada esperando una respuesta a tu interrogante.
-Me duele la cabeza –te dije en voz baja-. Y añadí: -No te preocupes que en cuanto descanse me sentiré mejor.
Pero tú te quedaste a mi lado. Querías escudriñar los pensamientos que a borbotones recorrían mi cerebro. Sí, estaba preocupado porque aquella ilusión del primer día cuando contemplé el edificio de mi nueva esuela, tan moderna, con calefacción central, árboles en el recreo y un coqueto comedor, había desaparecido al pensar en las condiciones que iba a tener para trabajar. Cincuenta y cuatro alumnos, aunque todos eran de la misma edad, eran demasiados para una clase. Me sentía incapaz de seguir adelante y añoraba a los variopintos rapaces que había dejado en La Zaida. Aquí, todos me parecían iguales. Aunque solamente llevaba con ellos veinte días, soñaba con sus ojos escrutadores, que a todas partes me seguían, y con sus avalanchas que rodeándome me hacían sentir más enano que ellos. Me viste apurado, amor; y con tu paciencia de siempre calmaste mi ansiedad y me animaste a no rendirme. Más de una hora estuve pensando en cómo solucionar el problema. No tenía libros para consultar y el pedir ayuda a mis compañeros no me parecía oportuno porque todavía no tenía suficiente confianza.
-Ya verás – me dijiste con tono amable-. Ya verás como te harás con ellos y te sentirás feliz ayudándoles a descubrir los secretos que su mundo infantil encierra. Y cuando pase el tiempo te reirás de estos apuros y descubrirás que merece la pena luchar para sacar sonrisas de esos benjamines que todo lo esperan de ti.
Tus palabras, serenas y suaves como siempre, sosegaron mi inquietud y pusieron alas a mis ideas.
Comencé la semana con nuevos bríos. Partí de cero y organicé la clase en tres grupos: alumnos que no había ido a clase de párvulos, y por lo tanto su lectura y escritura era casi nula; alumnos que ya iban en la segunda cartilla y alumnos de lectura completa pero vacilante. Me pregunté si el niño aprende a leer y luego a escribir, o escribe y luego lee. No había duda; el aprendizaje tenía que ir al unísono: escribir lo que se lee y leer lo que se escribe. En adelante mi trabajo iba a ir por ese camino. Los ejercicios de cálculo eran la segunda batalla por conquistar. Todos tenían cuadernos específicos de sumas, restas y multiplicaciones ordenadas con dificultad creciente, pero había que conseguir que el ejercicio mental de calcular fuera mecánico, evitando en lo posible que lo realizaran con la ayuda de los dedos. Al hacerles contestar en voz alta a sumas y restas de cantidades pequeñas, se obligaban a concentrarse y a conocer con rapidez el valor que tiene el añadir y el quitar. Con los más adelantados sería la tabla de multiplicar el objetivo a conquistar.
Al concluir el trimestre el pesimismo de las primeras semanas había desaparecido, aunque el agobio por conseguir que todos fueran debidamente atendidos seguía latente. Eran muchos los días que al acabar la jornada tenía la sensación de que mi trabajo no había sido lo suficientemente eficaz para que la clase marchara al ritmo adecuado. Pensaba que algunos alumnos, si se les hubiera dedicado más atención individual su progreso hubiera sido mayor, pero el tiempo no daba para más, y aunque la mayoría de las tardes me llevaba a casa cuadernos para corregir, no era lo mismo que el hacerlo delante del niño que ve en el acto los errores y aciertos cometidos.
Con las vacaciones de Navidad a la vista eran frecuentes las visitas de madres que venían a desearnos unos felices días y aprovechaban la ocasión para traer algún regalo. Como si todas se hubieran puesto de acuerdo, su obsequio era muy semejante: las botellas de vino y licor, junto a las de sidra, era la materia que predominaba. Con todo lo recogido podía montar una taberna, y yo, que soy abstemio, les daba las gracias con fingida sonrisa.
Las primeras Navidades de casados las repartimos entre las dos familias. Sabía que a mi esposa se le hacía muy costoso el abandonar las comodidades de su casa para ir al pueblo. Pero allí, junto al fuego del hogar, o rodeando la mesa camilla con el brasero escondido, también existían momentos placenteros de conversaciones en las que todos poníamos interés por agradar a los demás. Y en ocasiones, unas patatas, unas costillas asadas a la lumbre o unas migas hechas lentamente, se convertían en un manjar delicioso. El temor llegaba a la hora de ir a dormir; subir a la parte alta de la casa y meterte en el interior de la cama suponía unos minutos de tintineo muscular hasta que nuestro propio cuerpo humanizaba las sábanas.
La resolución del Concurso General de Traslados la publicó el BOE a finales de marzo, en el inicio de las vacaciones de Semana Santa. Por su parte, la revista Escuela Española realizó una edición especial con todos los nombramientos. Ojeé con avidez aquella interminable lista impresa con letra diminuta en donde apenas podías distinguir los nombres. Por fin encontré el mío; a su derecha, la escuela de procedencia y, al final de la línea, el pueblo adjudicado: Manchones; una escuela unitaria de niños a cien kilómetros de la capital. Cuando se lo comuniqué a mi esposa su primera pregunta fue:
-¿Y tendremos casa?
Creía que iba a entristecerse por tener que alejarse tanto de la familia pero comprobé que esa circunstancia la tenía muy asumida, únicamente le preocupaba si en el pueblo habría vivienda para los maestros.
-Si quieres –le dije ilusionado- aún nos quedan tres días de vacaciones. Podemos ir a conocer el pueblo.
No lo pensamos mucho. Aquella misma tarde indagamos cuál era el medio de comunicación para llegar. Desgraciadamente no había línea directa; podíamos ir en autobús desde Zaragoza hasta Daroca y coger allí el tren. Y si íbamos por tren, en Calatayud teníamos que realizar transbordo al de Caminreal que nos dejaría en el apeadero de Manchones-Murero. Elegimos esta opción; nos parecía más divertida e independiente.
Cerca de tres horas tardamos llegar a nuestro destino. El apeadero del pueblo, una casilla en la que vivía una familia, se hallaba en la orilla izquierda del río Jiloca. Con nosotros bajó un soldado que volvía a casa de permiso; él fue nuestro guía hasta llegar a la plaza de la Iglesia en donde se hallaba el Ayuntamiento. Tuvimos suerte, estaba el secretario y enseguida nos recibió. Al saludarle vimos sorprendidos que le faltaba la pierna derecha llevando en su lugar una de palo, como algunos piratas de las películas. Fingimos no verla y le explicamos el motivo de nuestra visita. Pareció alegrarse, tenía dos hijos en edad escolar y deseaba un maestro joven que se atreviera a vivir en el pueblo.
-Y cómo es la vivienda –le preguntamos ansiosos.
-Está en un bloque de casas para los funcionarios. En ellas vivimos el médico, el veterinario, los maestros y yo.
Nuestras caras se iluminaron. El secretario quiso complacernos; buscó en un cajón de su mesa la llave de la vivienda y nos acompañó a visitarla. Al bajar por las escaleras el golpeteo de su pierna resonaba como el eco en una cueva. Por las calles no vimos a nadie; todo el mundo debía estar trabajando en la huerta, únicamente el llanto de un niño y el ladrido de algún perro se escapaba por las puertas semiabiertas.
-Desconozco cómo se hallará –nos dijo mirando a mi esposa-. Ni este curso ni el anterior ha sido habitada. Podría enseñarles la mía porque todas son iguales, pero prefiero que vean la del maestro.
Costó abrir la puerta cuya madera descolorida y algo agrietada daba fe de su abandono. Por la parte inferior se había acumulado gran cantidad de basura que cubría las baldosas del recibidor. La casa era bastante grande: planta calle, planta principal y un granero que lo cubría todo. Realizamos un recorrido por la parte baja y vimos que los cristales de dos ventanas, que no cerraban bien, estaban rotos; al abrirlas se cayeron varios trozos al suelo. Las paredes, descoloridas y con humedad, perdían la cal azulada que las cubría. Y en los rincones del techo, abundantes telas de araña escondían un misterioso pasado que hizo poner cara de espanto a mi esposa.
-Pero antes de que comience el nuevo curso nos limpiarán y pintarán toda la casa ¿no? –le preguntamos preocupados.
-Supongo que tendremos presupuesto para hacerlo. Hablaré con el alcalde y haré todo lo posible para que arreglen todo.
Por la cocina salimos a un estrecho corral por el que apenas se podía andar; la cantidad de hierba que acumulaba lo cubría todo. En un rincón, junto a la puerta, había un pequeño cuarto que tenía en la parte superior un diminuto ventano. Miré a mi esposa y le pregunté.
-¿Sabes qué es?
-El cuarto del carbón –contestó sorprendida.
El secretario sonrió con cierta malicia. Abrió ella la puerta y al ver una taza de váter exclamó con cierta sonrisa:
-Al menos aquí no vendrán a molestarme las gallinas-. Y añadió: -Pero no veo el lavabo.
Sorprendido me quedé con su humorística respuesta. Ella sabía que no existía agua corriente y que aquello era un pozo negro que cada cierto tiempo se limpiaba.
Subimos a la primera planta formada por tres habitaciones. Un largo y estrecho pasillo recorría toda la casa; en su parte central había una ventana. El secretario la abrió y nos dijo:
-Miren. Ahí mismo, detrás del corral, tienen la escuela.
La contemplamos emocionados Era un edificio pequeño pero con grandes ventanales. Desde ella se veía partir un camino que se alejaba serpenteante por la ladera, que allí empezaba, llegando hasta un frondoso pinar que moría en la cima de la montaña.
-Me gusta –exclamé-. Espero que su interior esté más cuidado que la casa.
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? Abril ya se marchitaba aunque la primavera todavía traía en las madrugadas escarchas que blanqueaban las flores silvestres del solar vacío de enfrente de casa. Contemplando el paisaje que el río Ebro nos señalaba, te recordé el poema de Machado que recuerda el milagro de la primavera. Tu cara se quedó pensativa, parecía guardar un importante secreto y dudabas en contármelo. Te la cogí entre mis manos y miré el fondo de tus ojos. El choque profundo de nuestras miradas me trajo a la mente una duda, un deseo que ambos soñábamos y que únicamente la casualidad podía convertirlo en real. Como si lo hubieras adivinado moviste la cabeza afirmativamente y tus labios exclamaron con suavidad:
-Si. Creo que estoy embarazada.
-¿Estás segura? –te pregunté.
Flotando en una sinuosa nube me explicaste que la menstruación hacía más de veinte días que se retrasaba, y esa particularidad nunca te había ocurrido. Que sin comunicarlo a nadie habías llevado orina a la farmacia y el resultado era positivo. Que no sabías cómo contármelo, que tal vez no deseara ser padre tan pronto, que... Cerré tus labios con los míos y acariciando tu vientre sentí que algo en mí también nacía. Que tu cuerpo, tranquilo y vaporoso, tendríamos que cuidarlo para que ese electrón de vida fuera poco a poco bebiendo de tu sangre la savia necesaria y el tiempo lo convirtiera en fruto maduro. Nuestra unión de amor, pasión y ternura nos había recompensado.
Todo cambió para los dos. Las secretas caricias y nuestras palabras misteriosas ya tenían un testigo mudo que podía sentirlas y escucharlas. Tu cara, y sobre todo los ojos en los que me miraba, eran espejos por donde asomarme al interior de tus pensamientos, a la galería misteriosa en donde se cuece la vida. ¡Cuánto misterio! ¡Cuánto temblor!
Para ir de mi domicilio a la escuela no disponía de medio de locomoción directo. Si quería ir en tranvía tenía que desplazarme hasta la plaza de la Seo, subir en el que iba a la Academia Militar y apearme en la parada de la Azucarera; desde aquí hasta la escuela apenas había cien metros. Sin embargo, sobre todo después de comer, en la vuelta a la jornada de la tarde, prefería ir andando y hacer todo el trayecto en línea recta. Caminaba por el puente de ferrocarril que une el barrio de la Química con el de Ranillas, andando por un estrecho pasillo paralelo a las vías del tren (a veces peligroso, sobre todo si el cierzo era fuete y el humo de la máquina te envolvía), y atravesaba luego caminos estrechos que cruzaban las acequias de la ubérrima huerta zaragozana cuyas torres, esparcidas por toda la llanura, llegaban hasta a las Balsas de Ebro Viejo donde un espeso y misterioso bosque te hacía sentirte un personaje de cuento de hadas. En el trayecto siempre me cruzaba con las mismas personas realizando el camino en sentido contrario, y aunque solamente nos decíamos adiós –cada uno iba metido en sus pensamientos, portando bajo el brazo un bocadillo envuelto en papel de periódico-, en el cruce de nuestras miradas había una cierta complicidad, como si fuéramos miembros de una familia que buscaba en el trabajo la liberación a la falta de libertades. Algunos, en su caminar solitario, aprovechaban el tiempo leyendo alguna novela de Lafuente Estefanía o de Corín Tellado; en sus argumento sencillos encontraban la evasión a los múltiples problemas a que estaban expuestos.
En muchas ocasiones la hora del recreo en la escuela se convertía, entre los profesores, en un interesante foro de comentarios: la política, con minúscula, hizo su aparición en nuestras conversaciones. La ejecución del dirigente comunista Julián Grimau había levantado voces de protesta en toda Europa. Nikita Kruschev, y hasta el papa Juan XIII, salieron en su defensa, siendo muchas las capitales europeas que levantaron sus voces contra el gobierno de Franco. Al mismo tiempo, la revista Ecclesia, órgano oficial de Acción Católica, defendía el derecho a la huelga de lo trabajadores exigiendo mejoras salariales. Los levantamientos, que habían empezado en las zonas mineras de Asturias y León, se extendieron por solidaridad a Madrid, Barcelona y Zaragoza. Estos hechos, aunque los periódicos españoles apenas informaban, servían para alimentar la esperanza de que la caída del Régimen acercaba. Cada uno de nosotros daba su opinión según su particular experiencia, aunque éramos Henríquez, Cleméntez y yo, los que más activamente participábamos guiados por el entusiasmo de que nuestra situación como docentes cambiara; los mayores, algunos de ellos con resabios falangistas, se mostraban reacios a expresar sus críticas al Gobierno.
Durante esos días, el intento de poder escuchar Radio Pirenaica, o la BBC de Londres, se convirtió en un vicio nacional. Y el que lo conseguía, evitando las interferencias que los militares lanzaban a las ondas, se convertía en un periodista ocasional. Eran muchas las noches que, con mi suegro, pasábamos tiempo y tiempo dando vueltas en el dial del aparato tratando de entender lo que el locutor de turno manifestaba con una voz un tanto metalizada. A veces, era ya pasada la una de la madrugada cuando por fin desaparecían los ruidos y nos enterábamos con claridad de lo que se estaba fraguando alrededor de nuestras vidas. Así conocimos que Rodolfo Llopis, el que fuera director general de Enseñanza Primaria en la II República, y Gil Robles, dirigente del partido de la CEDA, junto a representantes de numerosas organizaciones políticas españolas clandestinas, se habían reunido en Munich; una reunión que la prensa oficial calificó de contubernio, tratando de traidores a los que allí habían acudido. Paralelamente, los movimientos católicos HOAC y JOC, apoyaban a los obreros en sus reivindicaciones guiados por los enunciados de acción social de la Iglesia. Y al consiliario de la JOC le retiraron la licencia ministerial prohibiéndole indefinidamente celebrar misa, predicar y confesar en la diócesis de Madrid-Alcalá.
Toda esta efervescencia política, que la mayoría de la gente desconocía, o hacía como que la ignoraba, iba fraguando clandestinamente numerosas asociaciones que se arriesgaban a ser juzgadas por el recientemente creado Tribunal de Orden Público. Los maestros seguíamos agazapados. Eran muy débiles las voces que se atrevían a denunciar la situación de masificación de las escuelas en las capitales de provincia así como los raquíticos sueldos que el gobierno nos pagaba. Sin embargo, la revista Presencia, de reciente aparición, dedicó varias páginas a analizar la educación en España y sobre todo la situación de los maestros. Las opiniones de sus redactores -Rafael Conte, Eugenio Triana, Juan José Rosón y Manuel del Cerro-, gente joven y universitaria, se atrevía a pedir al Ministerio de Educación un mayor presupuesto y apoyo para la enseñaza.
El curso avanzaba rápido. Con mis cincuenta y cuatro alumnos amontonados me esforzaba por conseguir los objetivos marcados; a veces sufría pero no me desanimaba. Cuando corregía sus cuentas, cuando observaba sus dibujos y textos, descubría en ellos matices que me hablaban de su particular carácter y hasta de algunos problemas familiares con los que convivían.
La clase particular de Lengua Española y Matemáticas que daba todas las tardes a dos alumnos de segundo curso de bachillerato, me sirvieron al principio para encontrarme conmigo mismo. Sin embargo, a medida que el final del curso se acercaba, sentía que no me dejaba buenas sensaciones. Tener que volver a explicar lo que otro profesor ya había realizado te coloca en una situación extraña. Prefería el murmullo del trabajo colectivo, las risas y lloros que inesperadamente aparecen por los rincones del aula, los inicios de alguna pelea que había que cortar en el acto, el polvo de la tiza que hace protestar a la garganta, las mentiras que el niño cuenta creyendo que son verdades, la mirada perdida de los despistados que tal vez sueñan con esos juguetes que han visto en algún escaparate, el olor característico que el aula encierra... Todo este ambiente me hacía sentirme educador y me agradaba más que el cara a cara en una mesa camilla de un cuarto de estar en donde el silencio se mastica y las paredes parecían oír.
Atrás quedaron las primeras comuniones que niños y niñas de segundo y tercer curso realizaron, con toda solemnidad, en la humilde capilla del barrio cuyo recinto resultó insuficiente. Al director, que tantas filípicas había pronunciado sobre el valor de la vida sobrenatural, se le vio orgulloso y feliz al contemplar el espectáculo de tan señalada ceremonia. Al día siguiente, la madre del único alumno de mi clase que comulgó, me trajo a la escuela un brazo gitano y el recordatorio conmemorativo del acto; la señora, emocionada, me relató la agradable jornada que había vivido con todos sus familiares, y de forma especial la presencia de su esposo que había llegado de Francia, en donde trabajaba, a pasar unos días con ellos. Atrás quedaban también las preocupaciones de los primeros días cuando la incertidumbre ante un ambiente desconocido me hacía sentirme algo receloso. Ahora llegaba el momento de realizar el balance que me iba a servir, no solo para valorar el nivel que mis alumnos habían alcanzado, sino también de examen a mi actuación.
¿Y mis compañeros? Los maestros no nos sinceramos entre nosotros y ocultamos problemas que otros también han vivido. Tal vez, dejando atrás ese falso orgullo que a ninguna parte conduce, nos sentiríamos más cómodos siendo menos individualistas: seguramente los conflictos que cada uno tiene con sus alumnos serían menores si hubiera reuniones en las que se comentaran y cada uno expusiera su punto de vista. Pero en esta escuela, más que una graduada parecía la suma de doce unitarias en donde el director era un mero administrativo; los problemas, o los éxitos, eran asunto particular de cada maestro.
Con Henríquez, el maestro mejor preparado, y con Cleméntez, el que más cultura poseía, hablaba sobre los asuntos polémicos de la vida española y hasta me atrevía a comentar los entresijos de la clase. Del primero aprendí a presentar los textos y dibujos de la pizarra de forma ordenada, clara y amena, para que el alumno no se perdiera en confusos mensajes; eran muchas las veces que, a la hora de la salida, si la puerta de su clase quedaba abierta –él llevaba a los alumnos de cuarto curso- observaba lo que en ella estaba escrito. Cleméntez, el más joven, era algo anárquico; él sabía que su paso por la escuela era ocasional y que su futuro tenía metas más altas: soñaba con ser funcionario en la Unesco o profesor en la Universidad; ello le iba a obligar a realizar un gran esfuerzo en sus futuros estudios.
En mi último día de clase, como ocurrió en La Zaida, al contemplar la mirada de los alumnos me daba cuenta cómo habían evolucionado en su aspecto físico; cómo en sus expresiones y gestos había rasgos de los míos; cómo, sin buscarlo, me llegaban a la mente escenas -alegres unas, violentas otras- que nacieron en momentos clave de mi relación con ellos. Tal vez, pasado el tiempo, sigan todavía presente en mi memoria; quizás, el encuentro con nuevos alumnos y distintos ambientes las transformen en un recuerdo impreciso que no sabré dónde situar. Pero al cerrar la puerta del aula por última vez, todo lo vivido en su interior a lo largo del curso se me acumulaba, rebosándome, consiguiendo acelerar el corazón.


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