jueves, 30 de junio de 2016

CAPÍTULO IV

Capítulo IV
La defensa de la Memoria va muy lenta: en dos horas únicamente la han realizado cinco opositores. Jaime presiente que no podrá defenderla en el turno de la mañana; hacerlo por la tarde le obligaría a pernoctar en Zaragoza.
Se abre lentamente la puerta y aparece otro compañero con gestos cansinos y la mirada perdida, como ausente.
-¿Cómo te ha ido?
-Algo nervioso al principio, pero creo que bien.
-¿Te han preguntado algo?
-Lo ha hecho el inspector, quería saber cómo preparo el cuaderno de lecciones. Me ha recordado que él, cuando visita una escuela, los mira con mucho interés, ya que en ellos se refleja el trabajo diario de todo buen maestro.
-¿Qué le has contestado?
-Que era una tarea muy latosa por el tiempo que roba, pero necesaria; una buena distribución del trabajo, junto a la preparación de los temas, te evitan titubeos y desaciertos que en nada favorecen a los niños.
-Le habrá gustado tu respuesta.
-Creo que sí porque me ha dicho un tanto solemne: "El maestro que prepara bien sus lecciones se cansa menos y rinde más".
Jaime también lo hacía, pero preparaba su trabajo semanalmente; le era más cómodo y aprovechaba mejor el tiempo.
Y siguió con sus recuerdos.
Llevaba tres meses de trabajo en La Zaida y la escuela no funcionaba como yo esperaba. No me extraña que algunos maestros prefieran la escuela graduada, aunque tengan que aguantar los inconvenientes de un director, a tener la responsabilidad de llevar una unitaria teniendo que atender a tres grados a la vez. Me esforzaba para que no existieran momentos muertos en los que el alumno se despistara, mas rara vez lo conseguía.
Aunque el horario de la mañana no comenzaba hasta las diez, ya estaba yo en la escuela a las ocho y media. Al hijo mayor del practicante y a sus dos compañeros, que habían aprobado el ingreso en el bachillerato el curso anterior, les impartía todas las asignaturas del primer curso. Hora y media antes de entrar, y otro tanto a la tarde cuando el resto de los alumnos se marchaban, estaba con ellos explicándoles las diferentes materias. El dinero que de esas clases conseguía, unido al de la hora extraordinaria de cinco a seis, superaba el importe de mi raquítico sueldo. Los apuros de los primeros días se vieron apaciguados: podía pagar el importe, no muy alto, de la pensión y ahorrar unas pesetillas.
Mi patrona me trataba excelentemente. Cuando volvía los lunes de Zaragoza, al verme con frecuencia algo deprimido, me animaba a superar ese desánimo que se siente cuando vuelves del paraíso perdido. El martes ya era otro; metido de lleno en las labores docentes olvidaba la nostalgia. Cuando llegaba por las tardes a casa, en horas casi nocturnas, ya había buen número de hombres en el patio esperando ser afeitados o cortar su basto pelo que pocos se lavaban. Las tertulias que allí se formaban eran simples pero sinceras; los problemas del regadío y el precio de los productos hortícolas siempre estaban presentes. Algo de fútbol y de toros pero nada de política. Tema nuevo de conversación eran las opiniones que se vertían sobre la instalación de una fábrica catalana en las cercanías del pueblo; la llegada de esta industria prometía crear numerosos puestos de trabajo.
Una tarde apareció un vecino preguntando por mí. Por la gorra que llevaba, y su chaquetilla azul, adiviné que era un trabajador de Renfe. Al verle entrar todos se miraron sorprendidos por su visita. A pesar del tiempo que llevaba en el pueblo no lo había visto nunca ni tenía hijos en edad escolar. Al estar en la cocina el resto de la familia nos metimos en mi dormitorio-botiquín. El murmullo en el patio se volvió a reanudar; con el fondo de esas voces me dijo después de saludarme:
-Yo soy maestro.
El hombre -tendría unos cincuenta años- me miraba con cierta duda, como si no se atreviera a decir lo que había venido a comunicarme.
- Yo soy maestro -volvió a decirme-, pero hace más de veinte años que no ejerzo.
-No me extraña -le añadí con ironía-. Estoy seguro que trabajando en Renfe se sentirá más satisfecho y además tiene los viajes gratis.
Al oír mi respuesta puso cara de desaprobación.
-No, no es por el dinero ni por la gratuidad de los posibles viajes. No ejerzo porque no puedo, me expulsaron del escalafón.
Luego, bajando el tono de voz, pensando que los clientes de la barbería pudieran oírle, continuó como susurrando:
-Ejercí los dos primeros años de maestro en tiempos de la República. Terminada la Guerra me encarcelaron. Cuando me concedieron la libertad mi nombre había sido borrado del escalafón. Si quería volver a ejercer me obligaban a que el alcalde de mi pueblo, el sargento de la Guardia Civil y el cura me firmaran un documento como que era adicto al Movimiento Nacional y que practicaba la religión católica.
-¿Y no se lo firmaron?
-El alcalde y el sargento, que me conocían bien, se prestaron a hacerlo enseguida, pero el cura se negó. Decía que no podía firmar un texto sin saber que era verdad lo que en él se exponía.
-Y qué le dijo usted.
-Nada. Fue él el que me propuso un trato: si quería que lo firmara tendría que asistir a misa todos los domingos y días festivos durante todo un año. Y en Semana Santa "cumplir con parroquia" recibiendo la comunión; esa sería la prueba definitiva. Como comprenderá, lo que me exigía era demasiado. Desistí. Me fui del pueblo y encontré trabajo como escribiente en una fábrica de abonos agrícolas en Zaragoza. Al comprobar que este trabajo monótono no me agradaba decidí ingresar en Renfe como ayudante de maquinista, profesión que en tiempos ya ejerció mi padre.
Su confesión me dejó un tanto sorprendido. Pensé cuántos maestros como él habrían tenido que dejar su profesión en la posguerra al haber sido degradados por Franco; excelentes maestros que soñaban con educar en libertad, en donde la cultura fuera el arma que sacara al pueblo de la ignorancia.
-Todo esto que me ha contado ¿lo conoce la gente de este pueblo?
-Ya sabe que en los pueblos todo el mundo murmura de los demás. Yo paso de esos comentarios; realizo mi trabajo de encargado en los depósitos de agua para las máquinas y el tiempo libre lo dedico a leer y a cultivar el pequeño huerto que tengo detrás de la vivienda. Pero el motivo de mi visita es advertirle que tenga cuidado con las cosas que explica a sus alumnos. Aquí hay personas que por delante le dan muy educadamente los buenos días y las buenas tardes, y por detrás comentan que en su escuela no se reza habitualmente antes de comenzar las clases y que el Himno Nacional, o el de Falange, se olvida de cantarlo muchos días.
...Ay, mi amor. ¡Qué pena con las obligaciones obligadas! Rezar antes de comenzar las clases como un rito monótono que a nada conduce. ¡Qué cada uno rece lo que crea conveniente como una meditación íntima! Además, cuando los chicos entran en clase ya llevo más de una hora de trabajo con los bachilleres. Y el Himno ya lo cantamos todos los lunes al comenzar la semana. Ya es suficiente con la explicación de la consigna semanal de Falange que, escrita en una de las pizarras, se queda colgada siete días. Pero sí, tendré que tener cuidado con lo que explico, no vaya a ser que algún padre vea fantasmas donde solamente existen sombras distorsionadas. Ahora comprendo el sigilo de tu padre cuando al oír todas las noches la emisora de Radio España Independiente se esconde en el rincón más aislado de la casa: quiere evitar que los vecinos puedan escuchar voces sospechosas de radios extraña. A veces, el enemigo convive escondido entre las paredes.
El primer trimestre del curso estaba llegando a su final. Los alumnos de segundo curso del Grado Elemental avanzaban pero existía mucha diferencia entre ellos. Leían pero su lectura era demasiado vacilante, y en los dictados todavía juntaban algunas palabras. Programar cada día el contenido a impartir se viene abajo cuando compruebas que el niño es un ser en permanente desarrollo que camina a flujos discontinuos. Aunque a veces, todo cambia de forma inesperada. Y así, ese niño despreocupado, como ausente, que lo ves atascado, empieza a concentrarse en su trabajo y, sorprendentemente, camina sin apenas ayuda. En estos primeros años de aprendizaje había que ir a la enseñanza individualizada; cada uno evoluciona de forma distinta y necesita diferente metodología.
Antes de irme de vacaciones quise tener una reunión con los padres. Mi convocatoria les sorprendió porque en contadas ocasiones acudían a la escuela. Te daban toda la autoridad para que hicieras con sus hijos lo que quisieras -incluso para castigarles si era necesario- pero apenas venían a preguntar por la marcha de sus estudios. A la reunión asistieron la mayoría de las madres y, cosa extraña, según opinó el practicante, un buen número de padres. El encuentro resultó altamente gratificante, pudieron comprobar que educar e instruir se complementan, y en ese quehacer ellos tienen su protagonismo, y aunque algunos, no muchos, apenas sabían leer, comprendieron que el estar al tanto del progreso de los hijos y saber valorar el esfuerzo que realizan, alabándoles su trabajo, les hacían sentirse protagonistas de sus avances. De la primera reunión salió muy reforzada la valoración que del maestro hicieron los asistentes. Algunos comentarios que oí en la barbería me elevaron la moral e hicieron que me sintiera más satisfecho de mi trabajo.
Las fiestas navideñas las compartí con las dos familias. El invierno no estaba siendo muy crudo pero me sentía más a gusto en casa de mi novia; en la mía, solamente la cocina, con el fuego permanentemente encendido, era el lugar idóneo para estar; y a la hora de ir a la cama, el frío de las húmedas sábanas te hacía dormir como un ovillo.
Los tres meses como maestro me habían servido para comprender la dificultad de llevar adecuadamente una escuela unitaria. No tenía amistades a quien pedir ayuda y escasos libros en donde poder consultar. Y de las autoridades educativas, el único referente que recibía era un Boletín de la Asociación de Inspectores plagado consignas políticas y religiosas. Parece ser que el maestro tenía que llevar el calificativo de católico para que fuera un buen profesional: una asociación con este nombre así lo manifestaba.
Durante las vacaciones, el Boletín Oficial del Estado publicó el anuncio del Concurso General de Traslados en el que de forma obligatoria tenía que participar. Ahora que le estaba tomando cariño a La Zaida me exigían seleccionar diferentes pueblos para ponerlos en una lista por orden de preferencia; de nuevo a pensar en mudanza y en conocer nuevas caras cuando todavía no conocía a los que me rodeaban. La revista Escuela Española, a la que recientemente me había suscrito, publicaba, provincia por provincia, todos los pueblos que estaban vacantes. Algunos quedaban libres todos los años debido a su alejamiento de la capital, a su falta de comunicaciones o por la fama de ser conflictivo. En este periodo vacacional preparé con detenimiento un listado de cuarenta pueblos que creí los más apropiados. Y una vez diligenciada la instancia tocaba esperar hasta final de curso para ver si la suerte me acompañaba.
El segundo trimestre avanzaba con mayor rapidez. Las clases transcurrían normales y los agobios primeros habían desaparecido. Así mismo, los alumnos de bachillerato se concienciaron de que tenían que estudiar cada vez más;: examinarse como alumno libre en el Instituto de la capital era una difícil prueba que no todos superaban; las seis asignaturas que cursaban me exigían, y también a ellos, un esfuerzo extra que compartíamos generosamente. Mejor perspectiva tenían los alumnos del cercano pueblo de Sástago en donde existía un Colegio Menor, dirigido por el Frente de Juventudes, que gozaba del privilegio de tener a un profesor de su colegio, junto al del Instituto, cuando sus estudiantes se examinaban.
A la vuelta a casa, al anochecer, seguía participando en las conversaciones de los hombres que acudían a la barbería. Y aquella extrañeza que sentía los primeros días despareció poco a poco para convertirme en un contertulio más; los hombres de pueblo podrán tener modales algo bruscos, pero la mayoría tienen en sus palabras y miradas abundante sencillez y sinceridad aunque sus manos estén ásperas y callosas. Entre ellos se distinguían a simple vista los que eran agricultores de los que pertenecían a Renfe, o los que trabajaban el alabastro. Sus intereses, la modulación de la voz al hablar, y hasta su forma de vestir, eran distintos.
Cuando los días alargaban, y el buen tiempo hacía de la huerta un paisaje variado y atractivo, prefería pasear por sendas perdidas que se cruzaban por diferentes parcelas de cultivo, hasta llegar a la orilla del Ebro y poder contemplar algún pescador a la espera de capturar percas o alguna escurridiza anguila, sabroso manjar que tuve ocasión de probar. A veces, las crecidas inesperadas del río inundaban gran parte de zonas cultivadas cuyos productos quedaban sumergidos bajo el limo que las aguas arrastraban. En estos recorridos era frecuente que algunos agricultores, cuyos hijos acudían a la escuela, me regalaran productos que delante de mí recolectaban. Fue en estos paseos cuando descubrí el cultivo del algodón: sus flores blancas rompiendo el capullo ponían, visto desde la distancia, la belleza de una extraña primavera. Los tractores ya se dejaban ver en algunas parcelas, era el anuncio de que un cambio se acercaba; sin embargo, todavía existían presos políticos en las cárceles españolas y muchísimos exiliados que no podían volver a su lugar de nacimiento. Y en las escuelas rurales únicamente teníamos dos pizarras, tres mapas y la tiza como único material didáctico; transmitir conocimientos era un ejercicio memorístico que el alumno aprendía aunque muchas veces no entendiera su significado; era aquí cuando mi vocación de maestro trataba de hacer las clases lo más amenas posible. La publicación de una nueva revista, Vida Escolar, que mediado el curso llegó a mis manos, me descubrió orientaciones didácticas interesantes. Editada por el Centro de Documentación y Orientación de Enseñanza Primaria, llegaba obligatoriamente a todos los maestros, y su importe, según decían, se nos descontaba de la nómina consiguiendo encogerla cada vez más, ya que a la cantidad final había que restar lo que el Habilitado se quedaba por pagarnos y la cuota obligatoria del SEM (Sindicato Español del Magisterio).
En las vacaciones de Semana Santa todavía no habían sido publicadas las adjudicaciones de las escuelas. Me sentía inquieto por conocer mi nuevo destino; estaba seguro que el actual, aunque lo había puesto en primer lugar, no me lo iban a conceder; sabía que un maestro, natural de la localidad, lo había solicitado con la intención de volver a su casa hasta llegarle la jubilación. También me enteré de que bastantes maestros consortes habían hecho uso de su derecho para reunirse en un pueblo mejor. Y si a esto se añadía los llamados “Cursillistas del 36” y los excombatientes, las posibilidades de que me dieran escuela en propiedad eran escasas. Esta incertidumbre ante el futuro me hizo pensar, paradójicamente, en contraer matrimonio aunque solo tenía veintidós años. La posibilidad de que me adjudicaran un pueblo alejado de Zaragoza, con escasos medios de comunicación, haría imposible el reunirme todos los fines de semana con mi futura esposa como lo estaba realizando este curso. Por ello, en la lista de pueblos que había solicitado me aseguré si tenían casa para los maestros; esta circunstancia era fundamental para mis planes. Pero lo más delicado era el comunicárselo a ella. ¿Estaría dispuesta a dejar el trabajo y a su familia para marcharse a vivir en un pueblo cuyas casas carecían de las comodidades a las que estaba acostumbrada?
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? Fue la tarde de Sábado de Gloria de 1962. Las radios ya habían dejado los sermones cuaresmales y los cines volvían a abrir sus puertas con estrenos de películas largamente esperadas. Salimos de tu nueva casa, en la entrada del barrio de la Química, y cogidos de la mano iniciamos el paseo por la orilla del Ebro contemplando el alarmante caudal de agua que su cauce llevaba. Algo notaste en mí porque tú, que siempre me mirabas con ternura, te pusiste seria y me preguntaste qué me pasaba. Y yo, que ante tu mirada siempre me sentía alegre y feliz, no me atrevía a contarte mis pensamientos cuando siempre había sido para ti un espejo limpio de brumas. Seguimos caminando algo tensos. Sabía que el querer encierra el riesgo de perder la dicha, pero tú significabas para mí todo lo bueno que la vida me había regalado y no lo podía dejar escapar. ¿Podría vivir sin tus consejos, sin la ternura que ponías cuando algún problema se me presentaba? El mundo a tu lado tenía otro significado; invitaba a verlo con ojos de esperanza, con mirada de selva virgen en constante primavera. Era un ir y venir en un juego continuo donde mi pensamiento se deslizaba soñando con lo imposible.
Realizando un esfuerzo profundo cogí tus manos y mirándote con desafío te dije con voz decida:
- ¿Por qué no nos casamos el próximo verano?
Una mirada desconocida puso temblor en mi corazón. Luego, con una sonrisa extraña exclamaste:
- ¡Cómo los príncipes Juan Carlos y Sofía que lo hacen el próximo mes!
-No es porque lo hagan ellos, cariño; es que yo te necesito siempre a mi lado.
Te solté cuidadosamente esperando una respuesta positiva. Dudabas. Tus ojos, ahora inquietos, se cerraban y abrían tal vez alucinados por mi propuesta. Seguimos paseando sin pronunciar palabra, oyendo solamente el ruido que el agua del río producía; la basílica del Pilar era testigo de la escena: solo duró dos minutos que a mí me parecieron horas. Y allí, junto al puente de Piedra, salió de tu dulce boca la frase que más deseaba:
- Cariño, ¡cuánta ilusión me haría!
La tarde, que ya comenzaba a alargar sus sombras, se puso de repente alegre. Entramos en el puente y mirando al río que bajo nuestros pies pasaba, atrevido y violento, le gritamos con fuerza:
-¡Sí, río. Nos queremos casar, y ni tu violencia ni tu fuerza romperá el compromiso!
Nuestras palabras, recogidas en un alargado eco, fueron a esconderse en las profundidades del misterioso pozo de San Lázaro: un espectacular remolino de la corriente nos saludó con sonsonete festivo. Entramos en la calle San Gil y acelerando el paso llegamos al cine Latino: Fred Astaire y Leslie Caron nos invitaron a contemplar la reposición de “Papá, piernas largas”, una encantadora película de amor y danza entre un veterano profesor y su joven alumna.
Terminadas las vacaciones regresé a La Zaida muy ilusionado. El compromiso adquirido con mi novia sobre nuestro futuro matrimonio al acabar el curso, puso en mi camino nuevas esperanzas. Habíamos realizado cálculos de lo que nos podía costar el evento y lo confrontamos con nuestros ahorros comunes. Mi situación económica era mejor, y el
sueldo del Ministerio, al pasar a la séptima categoría, había aumentado en cien pesetas mensuales. Ella, excepto una cantidad que se ingresaba en una cartilla de ahorro, le daba todo el sueldo a su madre. Llegamos a la conclusión de que podíamos hacer frente a los posibles gastos contando con que serían nuestras familias las que pagarían el banquete de los invitados. Y hasta elegimos la primera semana de agosto como posible fecha de la celebración. Pero antes de llegar el ansiado momento tendríamos que realizar múltiples diligencias: un cursillo prematrimonial en el arzobispado y comunicar al sacerdote de nuestras parroquias el deseo de casarnos; el de Zaragoza lo anunciará por escrito en el atrio de su iglesia, y el de mi pueblo lo hará público ante los feligreses, desde el púlpito, en la misa mayor de tres domingos. Luego vendrá buscar restaurante para el banquete, comunicar las invitaciones a los familiares y elegir a los padrinos. Ella lo tenía claro: sería su padre. Yo tampoco dudé: sería mi hermana mayor; a ella le tocó hacer de madre cuando de niños nos quedamos huérfanos y se merecía tener ese honor.
Faltaba un mes para terminar el curso cuando el BOE publicó la resolución del concurso de traslados. Nervioso, pero a la vez esperanzado, acudí al Ayuntamiento para leerlo. En una interminable lista busqué afanosamente mi nombre y no lo encontraba. Los maestros, junto al destino que habían conseguido, y el lugar de procedencia, estaban ordenados por orden de puntuación. El mío, carente de ellos, tenía que estar entre los últimos. Leí y releí aquella interminable lista pero no me encontré. Mi suerte estaba perdida: me había quedado sin destino. ¿Y ahora, qué? Un año más como maestro provisional en un pueblo distinto esperando un nuevo concurso en el que obligatoriamente tendría que participar. Enseguida pensé en mi amada; nuestros planes de boda, bastante adelantados, tal vez habría que aplazarlos. ¿Estaría ella dispuesta a una trashumancia sin destino fijo? No quería exigirle tanto sacrificio, nuestro amor era auténtico y profundo pero la dura realidad cortaba nuestras ilusiones. Con estos pensamientos subí al tren que, como todos los sábados, me dejaba en la estación de El Portillo de Zaragoza. Al comentar mi situación con los maestros de Sástago, el más veterano me dijo muy sonriente:
-Alégrate, hombre. Es lo mejor que te ha podido pasar. De esta forma te quedas de los primeros para elegir escuela en la provincia y tienes muchas posibilidades de conseguir una vacante en la capital durante el curso próximo.
Aquel anochecer me esperaba ella, como siempre, paseando por el andén. Nos dimos nuestro abrazo de encuentro y le dije que en la caja de cartón que traía llevaba un conejo vivo que una madre me había regalado. Con frecuencia me regalaban tortas, magdalenas, huevos... productos que yo le quería entregar a la esposa del practicante y ella rechazaba. “Lléveselos a Zaragoza –me decía- que a la familia de su novia le hará mucha ilusión”. Pero esto del conejo era una novedad, me lo entregaron en la misma estación y no pude rechazarlo. Cuando mi amada preguntó por aquello que se movía y se lo expliqué, se quedó sorprendida y algo asustada.
-No pensarás llevarlo a casa. ¿Dónde lo vamos a dejar?
-Yo mismo lo puedo matar. En mi pueblo lo he hecho muchas veces.
-No, no. No seas cruel -respondió enfadada ante mi brusca explicación-. Le diré a la mamá que se lo regale a la vecina y que se lo coman en paz.
Llegamos a casa y la hermana pequeña fue la primera en husmear en la caja. La abrió, sin darnos cuenta, y al ver al animal dio tal grito que todos nos miramos. El conejo, que había depositado en el fondo sus clásicos excrementos redondos, saltó y se fue a esconder debajo del lavadero en la cocina. Lo atrapé con cuidado y lo volví a meter en la caja.
-Esta noche que duerma ahí –les dije-. Y mañana ya pensaremos qué hacer con él.
El plan estaba trazado. Mi futura suegra conocía muy bien cómo solucionarlo. Ella había vivido su infancia y adolescencia en un pueblo de la provincia de Huesca, antes de la Guerra Civil, y era frecuente que en determinados días del año, sobre todo en las fiestas patronales, mataran algún animal del corral para celebrarlo. Nos miramos con complicidad y entendí su mensaje: no queríamos prescindir de tan sabroso manjar. Al día siguiente ella y yo nos levantamos temprano; cuando los demás desayunaron ya estaba el conejo cortado en trozos y la piel, envuelta en periódicos, en el recipiente de la basura; el domingo nos lo comimos con arroz y nadie realizó comentario alguno.
Las primeras tormentas de un adelantado verano introducían los olores de la huerta por todo el pueblo, y a los portales de las casas, protegidos con toldos de tela rayada, y otros hechos con trocitos de juncos secos insertados en liza, se asomaban las ancianas sentadas en sillas de anea remendando pausadamente la ropa. Los chicos se sentían inquietos con los primeros calores y había que poner todo esfuerzo para que el interés no decayese. Yo me notaba también algo preocupado. La escuela funcionaba bastante bien, los padres estaban contentos y me lo demostraban constantemente, pero mi mente se marchaba sin que yo pudiera evitarlo a los preparativos de la boda. En mi último viaje a la capital, mi amor me confirmó su decisión de casarnos sin esperar un curso más; se lo agradecí infinitamente porque sabía que para ella significaba un gran sacrificio dejar a su familia y el trabajo. Cuando el acontecimiento lo comuniqué a mis patronos se quedaron sorprendidos; conocían mi deseo pero lo veían arriesgado. Y lo mismo pensaba yo, pero nuestro amor era tan fuerte que no vimos inconveniente en lanzarnos a la aventura de caminar hacia lo desconocido.
En mis últimos paseos por las afueras del pueblo recorrí todos los lugares que me fueron posibles; quería almacenar paisajes, personas, sonidos y silencios de mi primera escuela rural para guardarlos en el armario secreto de mis recuerdos preferidos. Sabía que la experiencia que aquí había adquirido me serviría para madurar en el trabajo y hacer de la escuela un lugar en donde los alumnos se sintieran cómodos y felices. En una de estas caminatas atravesé las vías del tren y llegué hasta donde una máquina cargaba su depósito de agua; allí me encontré con el empleado de Renfe que había sido maestro. Se alegró y me invitó a entrar en su casa situada a unos cien metros; él ya sabía que el curso próximo no iba a volver y lo sentía. Luego, añadió emocionado:
-El día que lo vi subir con los chicos de excursión al monte me trajo el recuerdo de mis salidas con los alumnos al campo. Observando a la naturaleza se aprende mucho; ella es nuestra madre y hay que conocer sus secretos. Una vez al año celebrábamos el Día del árbol plantando distintas variedades que luego cuidábamos con mimo. Ese día era una verdadera fiesta a la que se unía el Ayuntamiento invitándonos a merendar. Desgraciadamente, aquel espíritu innovador y liberal que nos trajo la República se vino a bajo; la escuela, encerrada en sus paredes, se queda coja.
Había en sus palabras y gestos la añoranza de un tiempo que él vivió con verdadera vocación. Me habló con toda franqueza de sus ideas liberales como si yo fuera el viejo amigo al que encontraba tras un largo periodo de ausencia. Me mostró los libros que leía y me habló de un clandestino sindicato de los ferroviarios con el que pretendían unir sus voces en la lucha contra el Régimen franquista. Yo le miraba sorprendido porque era la primera vez que una persona se atrevía a contarme sus secretos sin apenas conocernos. Y más todavía cuando él era consciente de que si alguien, adepto a la Dictadura, se enteraba de sus andanzas lo podía denunciar a la policía. De pronto, cambió la conversación, cogió un libro de la estantería y me lo enseñó.
-Este libro me lo regaló mi padre y siempre lo tenía encima de la mesa en la escuela. Su autor, Edmundo Amicis, intercala en él unos cuentos que a los chicos les emocionaba. La Iglesia, siempre al acecho, prohibió su lectura porque, según sus censores, decían que en él no se nombraba a Dios.
Le dije que conocía el libro; lo encontré en mi casa escondido en el granero, y durante la siesta obligada del verano, que de niño me hacían echar, aprovechaba para leer sus historias en donde los protagonistas eran niños que luchaban con valentía contra los problemas que la vida les presentaba. El libro, titulado Corazón, me lo hubiera regalado, pero era el único que tenía dedicado por su padre y lo guardaba como un tesoro.
La noche se echó encima y volví a casa. En la barbería aún esperaban dos hombres su turno para ser afeitados. Sus caras cansinas de un día de trabajo agotador no invitaban a la conversación. Aunque uno de ellos me dijo con mucho respeto:
-Señor maestro. Ya me enterado que nos deja. Mi nieto lo echará de menos porque dice que es usted no pega.
Le agradecí su galantería. Aquella noche, intentando buscar el sueño que no llegaba, hice examen de mi actitud con los alumnos a lo largo del curso: el balance no era satisfactorio. Encontré fallos propios de la inexperiencia y el reconocerlos me serviría para no repetirlos.
El curso terminaba el día quince de julio, víspera de la Virgen del Carmen. Los de primero de bachillerato ya recogieron sus notas a finales de junio. Ellos y sus padres estaban contentos, pero yo lo estaba más: ¡habían aprobado todas las asignaturas! Cuando me enseñaron el Libro Escolar, y comprobé que tenían varios notables y algún sobresaliente, la emoción me invadió y a punto estuve de llorar. Fueron tres alumnos modelo en actitud y comportamiento; robaron tiempo a sus juegos para volcarse desde el principio al estudio y bien se merecían los tres meses de vacaciones que les esperaban.
A mis alumnos de Primaria no les realicé exámenes finales. No era necesario. Tantas veces les había preguntado las lecciones, tantas las que corregí sus cuadernos y tantas las que nos reímos y enfadamos, que no necesitaba una prueba más para conocer lo que cada uno se merecía. Comencé a poner las notas en las correspondientes cartillas de escolaridad y al leer el nombre de cada uno me venía a la mente, sin necesidad de mirar en parte alguna, sus gestos, la forma de hablar, el tipo de letra que tenía, sus dibujos, las faltas de ortografía, en qué materia sobresalía y en cuál no llegaba. Había sido todo un curso en el que la escritura, el cálculo y la lectura, en los alumnos de Grado Elemental y Medio, predominó sobre las demás materias. Y en los mayores, sin haber descuidado lo anterior, profundizamos más en otros contenidos.
Y llegó el final. El penúltimo día de clase les dije que al día siguiente vinieran a la escuela sin libros: todos se alegraron. Pensábamos pasar la mayor parte de la mañana en las eras jugando a los más variados juegos en los que pequeños y mayores tuvieran que necesitarse. Quería que mi última clase fuera practicar la convivencia y la amistad; deseaba que las envidias y malos modales que al principio del curso existían, quedaran enterrados definitivamente; algo iluso por mi parte pero no por ello digno de intentar.
Terminados los trabajos rutinarios de realizar el inventario, la estadística de la asistencia y dejar ordenado el escaso material que la escuela almacenaba, miré a las mesas vacías y allí veía a Pedro, el pequeño que siempre terminaba el primero los trabajos y venía a preguntarme: “¿Qué hago ahora?”. A Jesús, el único chico rubio de la clase que, si le gritaba, se ponía inmediatamente a llorar. A su primo Manuel que traía para jugar conchas de mejillones gigantes del río Ebro y que su abuelo empleaba para el mango de las navajas. A Miguelón, aquel rapaz que el primer día cuando llegué al pueblo me dijo que todos tenían mote y que nadie se enfadaba por ello. Al enclenque de Luisito que era el único a quien su madre siempre lo traía de la mano a la escuela dándole por el camino el desayuno. A Rafael, bondadoso y educado, en oposición a su hermano, algo zafio y vago; a Miguel Ángel y el rubiales de su hermano Jesús; a Paco, gran deportista y trabajador; a José Luis y Antonio,
cazadores de lagartijas y mariposas; a Domingo a Pedro.... Con todos iba a soñar el verano mientras mi vida, de futuro incierto, se preparaba para su compromiso más importante: contraer matrimonio.

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