jueves, 30 de junio de 2016

CAPÍTULO I.

Capítulo I
Empecé a recordar y a mi mente acudió el primer poema que escribí a esa chica que conocí de los estudios de bachillerato, en el único colegio de enseñanza mixta que en la ciudad existía. Sin embargo, nunca la había mirado como aquel día que al pasar a mi lado, como un estruendo inesperado, produjo una sacudida extraña en mi corazón adolescente. Pensé que aquello era algo especial y seguí mirándola. Y hablé con ella una, dos, tres veces. Y sin buscarla nació la amistad, y la amistad trajo el amor, y de aquí al noviazgo formal con conocimiento de las familias.
... Y un día, en las vacaciones veraniegas, quise que conociera mi pueblo y poder pasear cogidos de la mano -aunque la moral enana de entonces no lo permitiera- por la señorial calle Mayor, en donde miradas abiertas y escondidas nos fotografiaban en todas las direcciones. No me importaban las habladurías secretas de la gente, ni las palabras sombrías que el sacerdote pronunciaba en el sermón de la misa dominical sobre “aves de paso” que vienen por el pueblo en verano a levantar pasiones escondidas en la juventud, con vestidos de mangas cortas y sus piernas desnudas de medias.
Y se hospedó en mi casa (qué atrevimiento y qué desvergüenza pensaron algunos. Si viviera su madre...). Y aunque mi familia era católica practicante y la suya solo de nombre, yo, cada vez me volvía más descreído al comprobar que la religión, tal como me la habían enseñado, tenía poco compromiso con las necesidades sociales y mucho de norma rutinaria y obligada con unos ritos, siempre iguales, que a ninguna parte conducían. Y en aquella libertad controlada gozamos de la naturaleza entre unas vides que ya maduraban sus racimos y unos almendros que comenzaban a endurecer su fruto. Aunque, ¡cuánto miedo le daban los pequeños saltamontes que a nuestro paso por las sendas de hierba seca brincaban asustados de nuestros andares! Todo era nuevo para ella, acostumbrada a la vida urbana, a pesar de que su padre, de niña, la llevaba con frecuencia a pasear por los parques que rodeaban a la ciudad. Y qué apuros pasó al carecer la casa de sanitarios y tener que ir a un retrete de pozo negro, abierto en la parte oscura de la cuadra. Adivino cómo se sentiría, tan delicada y cumplida, para poder realizar las necesidades que todo cuerpo necesita. Fueron solo cinco días, tiempo suficiente para que nuestro amor quedara agarrado fuertemente con pasión y ternura.
Pasó el verano y con el otoño comenzamos el último curso de nuestras respectivas carreras. Ella, con mucho sacrificio, al tener que ayudar a una madre, prematuramente enferma, en las tareas domésticas, acudía a la vieja facultad de Medicina donde cursaba los estudios de Ayudante Técnico Sanitario, nuevo nombre que la nueva Ley de Educación daba a los antiguos practicantes. Allí, en las enormes salas de grandes ventanales, llenas de enfermos desprotegidos -muchos de ellos sin familia- descubrió que no se había equivocado al elegir la profesión: paliar el dolor y dar esperanza y ánimo al enfermo que sufre. Esta consigna la convirtió en bandera de compromiso.
Muchos días, ya anocheciendo, iba a buscarla al término de su trabajo. Y alguna vez, si llegaba pronto al encuentro, me enseñaba a sus enfermos en ese momento delicado en el que la noche quiere poner silencio a las almas sin conseguirlo. Muchos le sonreían cuando les daba el "hasta mañana" y se quedaban mirando su uniforme azul con medias y cofia blanca; conocía sus nombres y ellos le agradecían que los llamaran por él. Yo no hubiera valido ni para enfermero ni para médico, el dolor de los demás lo sentía como propio. Mi trabajo era la enseñanza. Tres años llevaba practicándola en un colegio liberal situado al lado del Mercado Central de la ciudad, un antiguo palacio-caserón que en tiempos fue residencia del Primer Justicia de Aragón, en cuya parte más alta existían cuatro pequeñas aulas cuyo techo casi tocaba mi cabeza. En ellas, cuatro aprendices de maestro enseñábamos las primeras letras y los conocimientos necesarios hasta que los alumnos aprobaban el ingreso en el bachillerato que luego estudiaban en las aulas de la parte central de la casa. Tiempos difíciles aquellos cuando el estraperlo convertía la necesidad en negocio para personas sin escrúpulos. Las
necesidades eran muchas y las libertades pocas; la vida, en aquel tiempo brumuso, era un camino por desbrozar.
Pero nosotros, poco apoco, abandonando una complicada juventud, empezamos a formar un futuro común con la esperanza de encontrar en nuestro recién estrenado amor la verdadera felicidad. Quién iba a pensar que al siguiente verano, recién terminadas las respectivas carreras, y con las ilusiones ensanchadas, un grave contratiempo me puso cercano a la muerte.
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? Aquella hemoptisis imprevista en un acceso de tos, en presencia de tus padres y tu hermana, me dejó blanco y sin habla. ¡Qué vergüenza! El vómito se repitió y mi cuerpo sintió las puñaladas de un dolor invisible. Avergonzado me levanté de la mesa, y tú, con ese tacto del que sabe controlar la situación, me llevaste al servicio para que me calmara. Ya no me dejasteis salir de vuestra casa; desde aquel momento me convertí en un hijo más al que había que cuidar porque estaba enfermo. Y con vosotros pasé varias semanas hasta que los profesores médicos con los que tú estudiabas (yo carecía de Seguridad Social) diagnosticaron mi mal del que no te dijeron nada bueno. Hasta te recomendaron que rompieras tu relación conmigo porque mi futuro no era halagüeño. Esto lo supe por otras personas cercanas a ti que mucho te querían pero desconocían que tú me querías más. Y aquel verano, en vez de irte de vacaciones con tus padres, viniste conmigo al pueblo con mi familia para estar a mi lado y poder cuidarme.
De nuevo las habladurías: un enfermo que es cuidado por su novia en la misma casa en donde vive y duerme; un enfermo que día a día iba perdiendo peso, fuerza y ganas de vivir. Pero tu sonrisa permanente y tus cuidados, junto a los de mis hermanas, me daban ánimo y esperanza para luchar; aquello me salvó, porque en más de una ocasión, al sentirme en el espacio indefinido de la vida, soñaba con no querer despertarme. Fuiste tú, fue tu constancia y tu amor los que me salvaron; y poco a poco, aquel barranco profundo en el que estaba metido fue elevando su nivel hasta poder mirarte frente a frente sin vergüenza y sin temor. ¡Qué fuerza da el amor nacido en unos ojos que no ocultan la mirada!
Volvimos de nuevo a tu casa. El verano se despedía: ya eras ATS y tenías un trabajo que realizar. En el nuevo y grandioso hospital de la ciudad, al que llamaban la Casa Grande, hacía falta muchas enfermeras y allí entraste a realizar tu labor de samaritana, la misma que en casa seguías haciendo conmigo. Pero ahora eran también tus padres y la hermana pequeña las que compartían contigo la ilusión de mi total recuperación. ¡Cuántas partidas de parchís y de cartas los días festivos! ¡Cuántas bromas y sonrisas para que nadie se sintiera molesto! Y así, un día tras otro, mi cuerpo fue cogiendo peso y fuerza, y la hemoptisis de hacía cuatro meses estaba olvidada, aunque algunas noches soñara con ella en perenne pesadilla con la que tenía que luchar. Y tú, siempre que podías, a mi lado; siempre a mi lado animándome para que retornara al estudio de las Oposiciones que habían quedado olvidadas. Me esforcé, tenía que hacerlo; no podía defraudarte, ¡era tanto lo que te debía! Y lo conseguimos. Aprobé la oposición de ingreso en el Magisterio Nacional y lo celebramos con una comida extraordinaria en la que tu madre, ahora era también mía, puso todo su saber de gran cocinera.

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